Ayer me rompí. Escuché los latidos de mi corazón, después ni siquiera los sentía: como si hubieran parado.
Mis pies no se cansaron tanto esta vez por los kilómetros recorridos, mi imaginación tampoco estuvo al límite. Mis sonrisas estuvieron siempre, incluso el gris de tantas ideas se fue. Me sentía vivo, joven, soñador, ridículo y humano. Como cualquiera. Si pudiera cambiar mis fuerzas y unos cuantos anhelos que fueran prometidos, los hubiera intercambiado por tiempo contigo.
No sé por qué. Los colores de sus pensamientos no tenían tantos matices, pero en esos momentos yo no veía nada, sólo hablaba y sabía que me escuchaban. También prestaba atención y sabían que había alguien. Pero ese saber era simple, no había significados que implicaran sueños. Sólo era una estancia, ni siquiera cordial.
Hoy intenté maldecir, humillar y asesinarte poéticamente. ¿Para qué? Me detenía. Y entonces mis ojos se cansaron, mi cuerpo me pesaba, el pecho me quedaba grande y mis pensamientos eran más densos de lo habitual. Sangraba por dentro, no tenía mirada, mis lágrimas podrían haber hablado por mí.
Ya no importa. Siempre nos rompen, y yo lo olvidé. No quise ir por una botella para sentir un calor, quizás el único valioso y sincero que tendré.
Ya no importa. Sigo queriendo maldecir, golpear y caer rendido como el débil que soy, señalar la maldita existencia de todos que detesto y que también me importa. Quizás detesto más la mía.
M. Téllez.