Arribamos a un local capitalista, donde el objeto de las miradas simples de los mortales se pierden la mayoría de las veces. Tú, Ancelotti, me mostraste el truco de comprarle al capitalista a cambio de infiltrar el producto propio. La noche caía y el ambiente seguía tiñéndose de colores, si bien apacibles, intensos y placenteros. Claro que desde antes de arribar al local capitalista ya estábamos manipulando nuestros sentidos y las ideas de los dioses diseñadores florecieron: un lujo y goce único.
Después de nuestra estancia en aquel local, viajamos a otro punto. Inmediatamente conocí el lugar: todas las anécdotas las rememoré. Los rumores del lugar, e incluso algunas ensoñaciones latieron en la mente. Ignoraba qué encontraría al interior. Al cruzar la cortina negra, el ambiente se mostró desnudo: oscuro, con sonidos de fiesta y seductores; los rumores y las anécdotas tomaban su propio sitio, porque ahora mi experiencia me dictaría la realidad.
Conforme pasaban los tragos, diversos cuerpos se detenían a conocernos. Disfruté ver el goce y el arte de Ancelotti con un cuerpo que -intuyo- él seguramente ya conoce. Fue como presenciar un film, donde él era el magnate que tenía todo en sus manos: como un artista acariciando su guitarra o su pincel para ejecutar una obra.
Finalmente, Ro se quedó con nosotros.
Conforme transcurrían las luces y los sonidos, no comprendía si la plática tenía sentido: mi primera intuición es que la mentira ocupaba el lugar de la sinceridad. Sin embargo, eso no le importó a mis manos ni a mis labios: rozaba los pómulos de Ro como hace tiempo mis labios no actuaban. Las caricias tenían un ritmo que no comprendí, pues mis dedos habían hecho un pacto entre ellos de no tocar la mismas zonas que los demás ya habían palpado. Le dije a Ro de una presunta armonía que descubrí en ella: "Nunca me habían dicho algo así"- respondió. ¿Mentira? ¿Qué importa? Por momentos, Ro se acurraba sobre mí, y yo la protegía, ¿de qué? Tal vez de mis propios fantasmas y de no tener que escuchar más torpezas mías. Me acerqué a su rostro y nuestros labios se cruzaron en distintos lapsos. La duración siempre parecía tener condicionantes: placeres que tienen restricciones. La intensidad se torna mera interpretación. Las intenciones son máscaras, donde tal vez importa más averiguar qué tipo de antifaz es el propio: hay algunos totalmente falsos, deseos descarnados, y tal vez haya quienes usen menos maquillaje, imaginando que las intenciones no son tan descarnadas. Por último, las miradas fueron menos usuales. Ahora que lo pienso, es posible que para Ro haya más riesgo y, por tanto, se debe proteger más una mirada que el acceso a la saliva.
Cayó la madrugada. Las canciones fueron cantadas a voz apaciguada por el licor. Las calles parecían meros senderos cubiertos de algún material para no caer al abismo. El ambiente no moría ni murió: simplemente lo exprimimos a nuestra manera, y él nos cobijó como solamente él sabe hacerlo.
M. Téllez.