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Louis de Bonald (Fuente: Wikipedia) |
Si la filosofía es útil para
el gobierno de la sociedad (12 mayo 1810)[1]
Louis de Bonald (1754-1840)
Platón ha dicho que los pueblos serían
felices si los reyes fuesen filósofos, o si los filósofos fuesen reyes. El gran
Federico aseguraba que si quisiera castigar una provincia, él enviaría
filósofos para gobernarla.
Seguramente ellos son dos
autoridades respetables en filosofía, Platón y Federico; y aunque son tan
opuestos el uno al otro, es difícil decidir entre ellos. Si dentro de la
ciencia del gobierno queremos contar para cualquier cosa la experiencia, no
podemos dejar de recalcar que Federico hablaba desde lo alto del trono, y que
Platón filosofaba dentro de su trinchera, donde él no tenía que gobernar más
que su escuela; y dudaba fuertemente que los pueblos hubiesen sido felices con
los sistemas de gobierno que él imaginó. Si nos apoyáramos en los filósofos
mismos, los veríamos tratar con mucha irreverencia al divino Platón, y no hablar de Federico más que con admiración. No
obstante, los dos sentimientos pueden ser verdaderos, y su oposición prueba
solamente que la filosofía de Platón fue una filosofía distinta de la que
Federico quiso hablar; y las sociedades de entonces, diferentes a las
sociedades de hoy.
Los filósofos paganos, en el
seno de una religión sin moral, debían naturalmente separar la moral de la
religión, y, disgustados de la absurdidad de las creencias públicas, retornar
directamente a los preceptos de la ley natural dada en las primeras familias,
ley completamente oscurecida pero sin ninguna parte enteramente borrada. Ellos
buscaban, dentro de la razón del hombre, el orden y la regla que no encontraban
en aquellas sociedades casi sin leyes que no fueran caprichos más o menos
antiguos, ni instituciones que no fueran juegos, en aquellas el shock de las
rupturas ponía sin cesar el cetro del poder en manos de la ambición y del
deseo, y el balance de la justicia en manos de la venganza. En estos Estados el
hombre era todo, la sociedad nada, y según el jefe fuera virtuoso o vicioso,
los pueblos estarían bajo su dominación felices o infelices, sin que la
sociedad, en el estado de inercia en el que estaba, pudiera mantener como deber
al hombre que gobernase, o ayudar al bien que hubiera querido hacer, y
conservar después eso que había hecho.
Platón,
que no veía alrededor de él más que pueblos tiranos o pueblos esclavos,
entonces se excusó de pensar que los filósofos no eran parte del pueblo; y que
si en algún momento fueran dotados de autoridad pública, pondrían en sus
acciones públicas la moderación que detonaría en sus actitudes y sus discursos,
y sobretodo esta sabiduría crearía una profesión y algunas veces una ocupación.
Antonio
y Marco Aurelio justificaron a los ojos de muchos las esperanzas de Platón.
Ellos eran filósofos, e incluso esto último encumbra con un poco de ostentación
la insignia de la filosofía. Pero las virtudes filosóficas de un Antonio y de
un Marco Aurelio no eran influyentes en la sociedad, y todo el bien que
pudieron haber hecho murió con ellos. Como ellos no sembraron en una tierra
bien preparada, las generaciones siguientes no pudieron recolectar; y lejos de
que este pueblo, gobernado incluso por buenos príncipes, pudiera formar una
sociedad, no hubo jamás esta fuerza que las instituciones sociales da al
espíritu público para contener un hombre; e incluso, saliéndose de las manos de
un Tito, no tuvo nada que oponer a los furores de un Dominiciano, y pasa
inmediatamente con una increíble facilidad, y quizá sin demasiado asombro, de
Antonio y de Marco Aurelio, a Cómodo, a Caracalla y a Heliogábalo. Por estos
Estados, sin constitución, no pudieron ser gobernados más que a fuerza de virtudes
o de crímenes.
Pero
desde que la más alta sabiduría se hizo
escuchar, y que, revestida de la sola autoridad que pudo comandar a los
hombres y a todos los hombres, lejos de destruirla, completó y desarrolló la ley natural o de los primeros tiempos, haciéndose
la aplicación del orden público y en el último estado de la sociedad; desde que
la sociedad religiosa, que ha venido a establecerse, ha sido, por así decirlo,
el molde donde se formó la sociedad civil, sus leyes, su moral, sus
instituciones; los hombres no debieron buscar en otro lugar, ni dentro de su
propia razón o sus propias virtudes, los principios de gobierno y las maneras
de gobernar; y la máxima de Platón, olvidada en el siglo de Luis XIV, recordada en el nuestro, no tuvo
ningún sentido, o no presentó más que un sentido falso y peligroso.
Así
la filosofía debía ser la sola religión de sabios del paganismo, y la religión
debe ser la sola filosofía de cristianos. Pero como lo filósofos antiguos
buscaban con razón eliminar una religión absurda y licenciosa, muy
frecuentemente los filósofos modernos buscaron prescindir de una religión
perfecta. La filosofía moral debe ser entonces, para nosotros, la religión, o
al menos ser religiosa; y desde de estos principios Pascal, Malebranche,
Fénelon, Leibniz, han tratado la filosofía. Voy más lejos, y oso decir que
nuestros mismos filósofos no parecen alejados de convenir que, a pesar del
malentendido en la acepción moral de la palabra filosofía y del sentido que siempre ésta ha tenido, ellos desviaron
esta expresión al estudio de las cosas físicas. Así tenemos la filosofía química, o el conocimiento
del gas y el oxígeno; la filosofía
zoológica, o el conocimiento de los animales. Pero esta filosofía no puede
servir de nada para el gobierno de los pueblos. También, cuando una experiencia
inolvidable desmintió estos anuncios fastuosos de felicidad que la filosofía
prometió a los pueblos, si alguna vez se tomó la pena de gobernarlos, los
filósofos estaban en la vergüenza, y ellos no pudieron escapar más que sosteniendo
que estos filósofos regeneradores de las sociedades no eran verdaderos
filósofos, y que su filosofía no era la buena. Es un poco como decir aquí que
los médicos distinguen la falsa vacuna de la verdadera. Efectivamente, una
vacuna que no funciona no puede ser más que una falsa vacuna, como un día que no se esclarece no es más que un
día falso; siempre admiré en esta
distinción el buen juicio de la Facultad.
Pero
en fin, la filosofía, incluso la buena, si es que la hay, ¿podría ser hoy de
alguna utilidad, inclusive de algún uso, para el gobierno de un Estado o
solamente de una familia? Se ha buscado bastante, todas las funciones están
llenas, todos los lugares tomados, no resta nada para la filosofía; y es, creo,
porque no se puede poner en ninguna parte, que se quiere poner en todas.
En
efecto, el primer deber de un gobierno es dar a conocer la grandeza de la
bondad de Dios y la dignidad del hombre, y dar a enseñar y practicar los
preceptos de moral que rigen las relaciones de los hombres los unos con los
otros; y, para llenar esta importante función, la religión es suficiente, sin
que haya necesidad de la filosofía.
Los
gobiernos deben prevenir o acordar las disputas que sobreviven entre sus
sujetos, hacerlos disfrutar de eso que les pertenece, y forzar a los otros a
devolver eso que no les pertenece; proteger a los buenos, y contener a los
malos de toda la fuerza de la sociedad; y, por esto, tienen la justicia civil y
criminal, y no tienen nada que hacer por la filosofía.
El
gobierno supervisa el regreso y el empleo de contribuciones públicas, la
prosperidad de la agricultura, la seguridad del comercio, en una palabra, la
mejora de la fortuna pública; e incluso aquí la filosofía es inútil, y todo se
hace por la administración.
En
fin, hay que formar y mantener las alianzas con sus vecinos, o preparar la paz
o la guerra; la filosofía no puede servirle, y los gobiernos no tienen
necesidad de la diplomacia y de la ciencia militar.
¿Se
dirá que los hombres que ejercen estas diferentes funciones deberán ser
filósofos, comenzando por los reyes? Hemos visto padres a quienes se llama
filósofos, y que no creían en Dios; magistrados filósofos, quienes, miembros de
clases soberanas, y con cargos por búsqueda y castigo de crímenes, le rehusaron
a la sociedad el derecho a castigar con la muerte; administradores filósofos,
quienes, con sus sistemas filosóficos sobre la libre circulación de granos,
habrían hecho a los pueblos morir de hambre si los hubiéramos dejado, y
quienes, en lugar de proponer leyes para la estricta obediencia de los pueblos,
las dejaron a su discusión, y argumentaron, en los preámbulos académicos,
cuando era necesario prescribir; los militares filósofos, que razonaron sobre
la sumisión que su estado exige, y se constituyeron jueces de derechos de
pueblos y de deberes de reyes; hemos visto legisladores filósofos, y su
legislación ha sido el colmo del ridículo y la extravagancia; incluso hemos
visto un rey filósofo, y dejando aparte su gloria militar, que la filosofía no
reclama, le quedan sus cenas filosóficas de Postdam, sus versos filosóficos del todo
va bien [sans souci] sus sistemas de finanza, e incluso de
justicia, que no eran muy filosóficos. Este rey filósofo no formó más que un
campo, e incluso mal delimitado, y que estuvo forzado al primer ataque. Si
hubiera sido menos filósofo, hubiera fundado una sociedad; es una cuestión
verdaderamente más filosófica de lo que se piensa, el saber si, por asegurar la
estabilidad de este Estado, la ignorancia del padre no es más valiosa que la
filosofía del hijo. No, cada hombre debe ser hombre de su profesión, y tal vez
no debería hacer otra cosa. El padre debe ser ministro de la religión; el
magistrado, ministro de la justicia; el guerrero, ministro de la fuerza; el
rey, ministro del orden supremo, de Dios mismo, para el bien de la sociedad, minister Dei in bonum; y en estos
diversos empleos, no vemos la necesidad, ni siquiera el lugar de la filosofía.
Se quiere decir que los hombres deben, siguiendo sus diversas profesiones, ser
modestos, íntegros, vigilantes, valientes, etc.; ¿deben en fin cumplir con
celo, probidad e inteligencia las funciones que les son confiadas? ¿Quién lo
duda? Pero esto no es de la filosofía, es de la virtud, del honor, de la
capacidad; es del buen juicio, del sentido común, es mucho más raro que el
espíritu, y aplicado a los deberes de la vida pública; ¿y por qué llamar a eso
de la filosofía, y poner en alto eso que debe estar, por así decir, bajo la
mano de todo el mundo?
¿Será
ahí, en fin, no en los hombres sino en las instituciones, donde nosotros
pondremos la filosofía? ¿La religión debe ser filosófica? ¿La justicia
filosófica? ¿La fuerza pública, la administración, la realeza misma
filosóficas? Para nada. La religión, la justicia, la realeza sobretodo deben ser
buenas o razonables: quiero decir que los principios o las leyes deben estar
formadas sobre la razón, no del hombre, sino de la sociedad, o sobretodo de su
autor, y que el ejercicio debe estar dirigido por la virtud. La filosofía está
absolutamente desplazada, porque ella lleva sus sistemas; y la sociedad no
habría comenzado aún, si hubiéramos tenido que esperar a que los filósofos
estuvieran de acuerdo solamente sobre la definición de la palabra sociedad.
Tuvimos grandes reyes, y hombres distinguidos por sus talentos y sus virtudes
en todas las partes del servicio público; y nadie, que yo sepa, pensó en hablar
de la filosofía de Luis el Gordo, de Felipe Augusto, de San Luis [Luis IX], de
Enrique IV; de la filosofía del abad Suger y de Sully, de [Mathieu] Molé y de
Aguesseau, de Duguesclin y de Turenne, de [Arnaldo de] Ossat y de Torcy.
Si
recorremos las diversas funciones de la sociedad doméstica, del padre, de la
madre, del hijo, del marido, del jefe, del sirviente, del propietario, del
vecino, etc., encontraremos por todas partes relaciones conocidas, deberes
marcados, virtudes prescritas, mucho antes de que fuera cuestión del mundo de
la filosofía. En una palabra, si la filosofía es otra cosa que la razón, la
virtud y el conocimiento de sus deberes, ¿qué es entonces, y de qué utilidad
puede ser para la sociedad? Y si ella no es otra cosa que la razón, la virtud y
el conocimiento de sus deberes, ¿por qué dar un nombre tan fastuoso a
cualidades tan conocidas, y me atrevo a decir, tan comunes en un pueblo cristiano?
Y si se me permite esta comparación, ¿no es una charlatanería absolutamente
similar a aquella de sus operadores que,
para vender mejor su droga, llaman miel
de aire a eso que encontramos en todas partes bajo el nombre de maná?
La
filosofía, si es para nosotros algo distinto de la religión, es un mueble de
gabinete que no se debe mover. Aísla al hombre, y no puede servir a nada más
que al hombre aislado. No está suficientemente activa para la sociedad. Soporta
a los hombres, y por servirles debe amarlos. ¡Qué cosa! La filosofía, que
supone un hombre bueno, no enseña más que a soportarlo; la religión, que nos
enseña que está inclinado al mal de su
juventud, prescribe amarlo, y del amor de los hombres da a la vez el
precepto más formal y el ejemplo más decisivo.
Un
indiscreto amigo de la filosofía le hace honor, en un periódico acreditado, de
haber agitado todas las ideas positivas. Esto
fue meter el dedo en la llaga; fue indicar el lado débil de la filosofía, y la
inmensa ventaja que la religión tiene sobre las doctrinas humanas para el
gobierno de sociedades y la dirección del hombre.
Tal
es la fuerza de las ideas positivas, que
pueden, lo sé, como las ideas más vagas, entrenar las mentes falsas en los
grandes desórdenes; pero que, sin ellas, la mente más justa y el corazón más
recto no pueden hacer ningún bien en el gobierno.
[Traductores: Regina Espinosa Romero y Ramsés Oviedo Pérez]
[1] Nota de los traductores: el
presente texto se tomó de Bonald, M. de, Melanges
littéraires, politiques et philosophiques, t. II, París, imp. Adrien le
Clere et Cie., 1858, pp. 217-226. Se eliminaron algunas cursivas de las
expresiones sin referencia o parafraseadas y se actulizaron algunos signos de
puntuación de acuerdo a las normas vigentes. Agradecemos al Acervo
Bibliohemerográfico Fondo del Tesoro de la Universidad Autónoma de Querétaro el
acceso al material bibliográfico.