jueves, 15 de agosto de 2019

Si la filosofía es útil para el gobierno de la sociedad





Louis de Bonald (Fuente: Wikipedia)
 


Si la filosofía es útil para el gobierno de la sociedad (12 mayo 1810)[1]

Louis de Bonald (1754-1840)



Platón ha dicho que los pueblos serían felices si los reyes fuesen filósofos, o si los filósofos fuesen reyes. El gran Federico aseguraba que si quisiera castigar una provincia, él enviaría filósofos para gobernarla.

Seguramente ellos son dos autoridades respetables en filosofía, Platón y Federico; y aunque son tan opuestos el uno al otro, es difícil decidir entre ellos. Si dentro de la ciencia del gobierno queremos contar para cualquier cosa la experiencia, no podemos dejar de recalcar que Federico hablaba desde lo alto del trono, y que Platón filosofaba dentro de su trinchera, donde él no tenía que gobernar más que su escuela; y dudaba fuertemente que los pueblos hubiesen sido felices con los sistemas de gobierno que él imaginó. Si nos apoyáramos en los filósofos mismos, los veríamos tratar con mucha irreverencia al divino Platón, y no hablar de Federico más que con admiración. No obstante, los dos sentimientos pueden ser verdaderos, y su oposición prueba solamente que la filosofía de Platón fue una filosofía distinta de la que Federico quiso hablar; y las sociedades de entonces, diferentes a las sociedades de hoy.

Los filósofos paganos, en el seno de una religión sin moral, debían naturalmente separar la moral de la religión, y, disgustados de la absurdidad de las creencias públicas, retornar directamente a los preceptos de la ley natural dada en las primeras familias, ley completamente oscurecida pero sin ninguna parte enteramente borrada. Ellos buscaban, dentro de la razón del hombre, el orden y la regla que no encontraban en aquellas sociedades casi sin leyes que no fueran caprichos más o menos antiguos, ni instituciones que no fueran juegos, en aquellas el shock de las rupturas ponía sin cesar el cetro del poder en manos de la ambición y del deseo, y el balance de la justicia en manos de la venganza. En estos Estados el hombre era todo, la sociedad nada, y según el jefe fuera virtuoso o vicioso, los pueblos estarían bajo su dominación felices o infelices, sin que la sociedad, en el estado de inercia en el que estaba, pudiera mantener como deber al hombre que gobernase, o ayudar al bien que hubiera querido hacer, y conservar después eso que había hecho.

            Platón, que no veía alrededor de él más que pueblos tiranos o pueblos esclavos, entonces se excusó de pensar que los filósofos no eran parte del pueblo; y que si en algún momento fueran dotados de autoridad pública, pondrían en sus acciones públicas la moderación que detonaría en sus actitudes y sus discursos, y sobretodo esta sabiduría crearía una profesión y algunas veces una ocupación.

            Antonio y Marco Aurelio justificaron a los ojos de muchos las esperanzas de Platón. Ellos eran filósofos, e incluso esto último encumbra con un poco de ostentación la insignia de la filosofía. Pero las virtudes filosóficas de un Antonio y de un Marco Aurelio no eran influyentes en la sociedad, y todo el bien que pudieron haber hecho murió con ellos. Como ellos no sembraron en una tierra bien preparada, las generaciones siguientes no pudieron recolectar; y lejos de que este pueblo, gobernado incluso por buenos príncipes, pudiera formar una sociedad, no hubo jamás esta fuerza que las instituciones sociales da al espíritu público para contener un hombre; e incluso, saliéndose de las manos de un Tito, no tuvo nada que oponer a los furores de un Dominiciano, y pasa inmediatamente con una increíble facilidad, y quizá sin demasiado asombro, de Antonio y de Marco Aurelio, a Cómodo, a Caracalla y a Heliogábalo. Por estos Estados, sin constitución, no pudieron ser gobernados más que a fuerza de virtudes o de crímenes.

            Pero desde que la más alta sabiduría se hizo escuchar, y que, revestida de la sola autoridad que pudo comandar a los hombres y a todos los hombres, lejos de destruirla, completó y desarrolló la ley natural o de los primeros tiempos, haciéndose la aplicación del orden público y en el último estado de la sociedad; desde que la sociedad religiosa, que ha venido a establecerse, ha sido, por así decirlo, el molde donde se formó la sociedad civil, sus leyes, su moral, sus instituciones; los hombres no debieron buscar en otro lugar, ni dentro de su propia razón o sus propias virtudes, los principios de gobierno y las maneras de gobernar; y la máxima de Platón, olvidada en el siglo de Luis XIV, recordada en el nuestro, no tuvo ningún sentido, o no presentó más que un sentido falso y peligroso.

            Así la filosofía debía ser la sola religión de sabios del paganismo, y la religión debe ser la sola filosofía de cristianos. Pero como lo filósofos antiguos buscaban con razón eliminar una religión absurda y licenciosa, muy frecuentemente los filósofos modernos buscaron prescindir de una religión perfecta. La filosofía moral debe ser entonces, para nosotros, la religión, o al menos ser religiosa; y desde de estos principios Pascal, Malebranche, Fénelon, Leibniz, han tratado la filosofía. Voy más lejos, y oso decir que nuestros mismos filósofos no parecen alejados de convenir que, a pesar del malentendido en la acepción moral de la palabra filosofía y del sentido que siempre ésta ha tenido, ellos desviaron esta expresión al estudio de las cosas físicas. Así tenemos la filosofía química, o el conocimiento del gas y el oxígeno; la filosofía zoológica, o el conocimiento de los animales. Pero esta filosofía no puede servir de nada para el gobierno de los pueblos. También, cuando una experiencia inolvidable desmintió estos anuncios fastuosos de felicidad que la filosofía prometió a los pueblos, si alguna vez se tomó la pena de gobernarlos, los filósofos estaban en la vergüenza, y ellos no pudieron escapar más que sosteniendo que estos filósofos regeneradores de las sociedades no eran verdaderos filósofos, y que su filosofía no era la buena. Es un poco como decir aquí que los médicos distinguen la falsa vacuna de la verdadera. Efectivamente, una vacuna que no funciona no puede ser más que una falsa vacuna, como un día que no se esclarece no es más que un día falso; siempre admiré en esta distinción el buen juicio de la Facultad.

            Pero en fin, la filosofía, incluso la buena, si es que la hay, ¿podría ser hoy de alguna utilidad, inclusive de algún uso, para el gobierno de un Estado o solamente de una familia? Se ha buscado bastante, todas las funciones están llenas, todos los lugares tomados, no resta nada para la filosofía; y es, creo, porque no se puede poner en ninguna parte, que se quiere poner en todas.

            En efecto, el primer deber de un gobierno es dar a conocer la grandeza de la bondad de Dios y la dignidad del hombre, y dar a enseñar y practicar los preceptos de moral que rigen las relaciones de los hombres los unos con los otros; y, para llenar esta importante función, la religión es suficiente, sin que haya necesidad de la filosofía.

            Los gobiernos deben prevenir o acordar las disputas que sobreviven entre sus sujetos, hacerlos disfrutar de eso que les pertenece, y forzar a los otros a devolver eso que no les pertenece; proteger a los buenos, y contener a los malos de toda la fuerza de la sociedad; y, por esto, tienen la justicia civil y criminal, y no tienen nada que hacer por la filosofía.

            El gobierno supervisa el regreso y el empleo de contribuciones públicas, la prosperidad de la agricultura, la seguridad del comercio, en una palabra, la mejora de la fortuna pública; e incluso aquí la filosofía es inútil, y todo se hace por la administración.

            En fin, hay que formar y mantener las alianzas con sus vecinos, o preparar la paz o la guerra; la filosofía no puede servirle, y los gobiernos no tienen necesidad de la diplomacia y de la ciencia militar.

            ¿Se dirá que los hombres que ejercen estas diferentes funciones deberán ser filósofos, comenzando por los reyes? Hemos visto padres a quienes se llama filósofos, y que no creían en Dios; magistrados filósofos, quienes, miembros de clases soberanas, y con cargos por búsqueda y castigo de crímenes, le rehusaron a la sociedad el derecho a castigar con la muerte; administradores filósofos, quienes, con sus sistemas filosóficos sobre la libre circulación de granos, habrían hecho a los pueblos morir de hambre si los hubiéramos dejado, y quienes, en lugar de proponer leyes para la estricta obediencia de los pueblos, las dejaron a su discusión, y argumentaron, en los preámbulos académicos, cuando era necesario prescribir; los militares filósofos, que razonaron sobre la sumisión que su estado exige, y se constituyeron jueces de derechos de pueblos y de deberes de reyes; hemos visto legisladores filósofos, y su legislación ha sido el colmo del ridículo y la extravagancia; incluso hemos visto un rey filósofo, y dejando aparte su gloria militar, que la filosofía no reclama, le quedan sus cenas filosóficas de Postdam, sus versos filosóficos del todo va bien [sans souci] sus sistemas de finanza, e incluso de justicia, que no eran muy filosóficos. Este rey filósofo no formó más que un campo, e incluso mal delimitado, y que estuvo forzado al primer ataque. Si hubiera sido menos filósofo, hubiera fundado una sociedad; es una cuestión verdaderamente más filosófica de lo que se piensa, el saber si, por asegurar la estabilidad de este Estado, la ignorancia del padre no es más valiosa que la filosofía del hijo. No, cada hombre debe ser hombre de su profesión, y tal vez no debería hacer otra cosa. El padre debe ser ministro de la religión; el magistrado, ministro de la justicia; el guerrero, ministro de la fuerza; el rey, ministro del orden supremo, de Dios mismo, para el bien de la sociedad, minister Dei in bonum; y en estos diversos empleos, no vemos la necesidad, ni siquiera el lugar de la filosofía. Se quiere decir que los hombres deben, siguiendo sus diversas profesiones, ser modestos, íntegros, vigilantes, valientes, etc.; ¿deben en fin cumplir con celo, probidad e inteligencia las funciones que les son confiadas? ¿Quién lo duda? Pero esto no es de la filosofía, es de la virtud, del honor, de la capacidad; es del buen juicio, del sentido común, es mucho más raro que el espíritu, y aplicado a los deberes de la vida pública; ¿y por qué llamar a eso de la filosofía, y poner en alto eso que debe estar, por así decir, bajo la mano de todo el mundo?

            ¿Será ahí, en fin, no en los hombres sino en las instituciones, donde nosotros pondremos la filosofía? ¿La religión debe ser filosófica? ¿La justicia filosófica? ¿La fuerza pública, la administración, la realeza misma filosóficas? Para nada. La religión, la justicia, la realeza sobretodo deben ser buenas o razonables: quiero decir que los principios o las leyes deben estar formadas sobre la razón, no del hombre, sino de la sociedad, o sobretodo de su autor, y que el ejercicio debe estar dirigido por la virtud. La filosofía está absolutamente desplazada, porque ella lleva sus sistemas; y la sociedad no habría comenzado aún, si hubiéramos tenido que esperar a que los filósofos estuvieran de acuerdo solamente sobre la definición de la palabra sociedad. Tuvimos grandes reyes, y hombres distinguidos por sus talentos y sus virtudes en todas las partes del servicio público; y nadie, que yo sepa, pensó en hablar de la filosofía de Luis el Gordo, de Felipe Augusto, de San Luis [Luis IX], de Enrique IV; de la filosofía del abad Suger y de Sully, de [Mathieu] Molé y de Aguesseau, de Duguesclin y de Turenne, de [Arnaldo de] Ossat y de Torcy.

            Si recorremos las diversas funciones de la sociedad doméstica, del padre, de la madre, del hijo, del marido, del jefe, del sirviente, del propietario, del vecino, etc., encontraremos por todas partes relaciones conocidas, deberes marcados, virtudes prescritas, mucho antes de que fuera cuestión del mundo de la filosofía. En una palabra, si la filosofía es otra cosa que la razón, la virtud y el conocimiento de sus deberes, ¿qué es entonces, y de qué utilidad puede ser para la sociedad? Y si ella no es otra cosa que la razón, la virtud y el conocimiento de sus deberes, ¿por qué dar un nombre tan fastuoso a cualidades tan conocidas, y me atrevo a decir, tan comunes en un pueblo cristiano? Y si se me permite esta comparación, ¿no es una charlatanería absolutamente similar a aquella de sus operadores que, para vender mejor su droga, llaman miel de aire a eso que encontramos en todas partes bajo el nombre de maná?

            La filosofía, si es para nosotros algo distinto de la religión, es un mueble de gabinete que no se debe mover. Aísla al hombre, y no puede servir a nada más que al hombre aislado. No está suficientemente activa para la sociedad. Soporta a los hombres, y por servirles debe amarlos. ¡Qué cosa! La filosofía, que supone un hombre bueno, no enseña más que a soportarlo; la religión, que nos enseña que está inclinado al mal de su juventud, prescribe amarlo, y del amor de los hombres da a la vez el precepto más formal y el ejemplo más decisivo.

            Un indiscreto amigo de la filosofía le hace honor, en un periódico acreditado, de haber agitado todas las ideas positivas. Esto fue meter el dedo en la llaga; fue indicar el lado débil de la filosofía, y la inmensa ventaja que la religión tiene sobre las doctrinas humanas para el gobierno de sociedades y la dirección del hombre.

            Tal es la fuerza de las ideas positivas, que pueden, lo sé, como las ideas más vagas, entrenar las mentes falsas en los grandes desórdenes; pero que, sin ellas, la mente más justa y el corazón más recto no pueden hacer ningún bien en el gobierno.



[Traductores: Regina Espinosa Romero y Ramsés Oviedo Pérez]






[1] Nota de los traductores: el presente texto se tomó de Bonald, M. de, Melanges littéraires, politiques et philosophiques, t. II, París, imp. Adrien le Clere et Cie., 1858, pp. 217-226. Se eliminaron algunas cursivas de las expresiones sin referencia o parafraseadas y se actulizaron algunos signos de puntuación de acuerdo a las normas vigentes. Agradecemos al Acervo Bibliohemerográfico Fondo del Tesoro de la Universidad Autónoma de Querétaro el acceso al material bibliográfico.