Pasamos respirando y preguntándonos en ocasiones por qué es que lo hacemos. Alzamos la vista y estamos solos, aunque haya un cuerpo contigo, podrías estar solo. Hoy, y desde hace años, es sabido que un cuerpo a tu lado no implica compañía. Hemos hecho sagrada a la compañía. ¿De dónde proviene ese sentimiento? ¿Por qué sentimos que ocupamos una presencia que sepamos nos levantará cuando hayamos caído? ¿Por qué queremos estar tan seguros de ello? Le tenemos miedo tanto a la soledad como al dolor en sí mismo. Y si no es miedo, al menos lo tratamos de evitar. Nos lastima la soledad. Nos lastima saber que aunque alguien esté, no nos brinde lo que buscamos. Es claro que estas líneas no encajan para aquellos que buscan placeres vanos, para aquellos que a diario se quejan porque no tienen pareja, porque no tienen relaciones coitales y se aburren de la masturbación, o para aquellos que creen que beber sólo porque sí es divertido. Para esas personas no tiene caso escribir, dales una botella y las harás felices -porque ellos creen que así es-, dales dinero para pagar servicios de una prostituta y estarán satisfechos.
Nosotros nos hacemos preguntas. Concretamos planes y aún así nos hacemos preguntas. Es una lucha incesante. Se derrama tinta, se acaban los bolígrafos y nada nos convence. Y tal vez así moriremos. Ves gente contenta y no te causa envidia su felicidad, sino que cuestionas por qué ella no se hace preguntas. Y salta la pregunta, ¿si se cuestionará se le borraría esa sonrisa del rostro? Es una lucha incesante. Con nosotros mismos. El problema somos nosotros mismos.
M. Téllez.