martes, 24 de noviembre de 2015

Sueño

Escribía en mi escritorio improvisado. El contrato fue que debía entregar 75 cuartillas por semana. Jamás había escrito pensando en que mi nombre estaría en la portada de las publicaciones. Los seudónimos me hacían creer que no era yo quien redactaba documentos, pero esta vez era diferente. 
Maté a tantos seudónimos con ansias de que en realidad fuera mi pluma la que volara sobre las hojas. Tal vez no debí hacer tal cosa, ahora ya no encontraba nada. Antes creía saber qué podía decir yo y no mis seudónimos, lo que decían ellos era hipotético, idealizado. En cambio, yo conocía mis variables. Descubrí que esa magia de pasar de lo idealizado a lo que es, era eso, magia. Como sacar un conejo del sombrero. Sin truco. Estaba perdido. 
Pero quien escribe también es sensible a las situaciones, aunque su actitud refleje que no es así. Nuestro espacio es una hoja en blanco, no el espacio entre dos o más personas. Al menos ese es mi caso. Las situaciones me habían arañado tanto que era difícil hallar una superficie sin daño en mi piel, en mi razón o en mi corazón. Hay que morir.
Alguien se acercó a mi escritorio, ignoro cómo entró al estudio. Arrojó sus mejores insultos contra mí, yo permanecí incólume. Todo cambió cuando sacó una pistola de su saco y la colocó en mi escritorio. Añadió algún adjetivo más a sus insultos y puntualizó que era capaz de matarme. Ya no estaba incólume, la oportunidad estaba frente a mí y una extraña ansiedad y sed estaba empezando a crecer en mis entrañas. Hazlo, le dije. Tomé el arma, giré el tambor, podía saborear las balas y su brillo era tal que comprendí a los ambiciosos de diamantes, perlas, rubíes y otras baratijas. Mátame. Mi visita disfrutó de mi petición, como cuando aquella sensual chica al final de la barra te guiñe el ojo y minutos después te pide que la lleves a otro sitio. Tomó la pistola, fijó el cañón en mi frente, sentí la caricia del arma y sólo me preguntaba si lograría escuchar la sinfonía del balazo que anuncia la muerte. Disparó. Seguía con los ojos abiertos, la visita sólo señaló mientras reía suavemente: ¿para qué quieres morir? Tú no temes morir, qué peor tragedia para alguien. Se marchó.
Un rechazo más. Los labios que quise besar al final se apartaron de mí, igual que experimentar la frialdad de unos muslos que por más que acaricies y logres ver y sentir a plenitud, jamás darán esa magia que esperas. Setenta cuartillas aún aguardan en la mesa y sigo sin saber cómo mis palabras pueden ser mías. 

M. Téllez.

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