Daré por hecho que todos conocen el imperativo categórico kantiano. Me conformo con la primera formulación: el de ley universal: Obra como si la máxima de tu acción debiera tornarse, por tu voluntad, ley universal de la naturaleza.
Estaba jugando con pensamientos picarones. Los deseos están en mí, igual que en ti. No podemos culparnos de ello: el misterio de la vida nos obligó a reproducirnos, ya que si queríamos preservar la vida, la inmortalidad no estaba a nuestro alcance -esa se la reserva algún Ser egoísta, prometiendo que a lo mejor la tenemos si nos portamos bien (como las promesas a los niños)-, y por ello la reproducción fue necesaria. Millones de años de lo mismo: reproducción. Sensibilidad. Luego, el desarrollo de nuestro cerebro y, por ello -supongo-, nuestra imaginación puede distintas cosas, como tener deseos: suma que somos sensibles, el resultado es placer, magia, sentir rico, querer más, como se acostumbra expresarse en este asunto.
La fórmula kantiana es una receta mágica -esto es retórica, obviamente- para nosotros los humanos, que tenemos inclinaciones y que no poseemos una buena voluntad -esto no es retórica-. Necesitamos una guía para cuando dudamos acerca de la moralidad de nuestras acciones.
Pensaba en qué resultaría de aplicar tal fórmula al ámbito sexual. Debo tratar como fin a la persona, no como medio. Además -siguiendo estrictamente la primera formulación-, mi acción pertenecería al conjunto de leyes que gobiernan el mundo, como la ley de los graves. Y esta la realizaría en todo lugar sin importar las circunstancias.
No alcanzo la abstracción necesaria. Estoy todavía con aquellos pensamientos del inicio.
M. Téllez.
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