domingo, 17 de septiembre de 2017

Un andar

Nos llueven tragedias y tambaleamos. Sin embargo, algunos ríen, toman a la broma como escudo, aunque para algunos ya no es un mero ornamento, sino que forma parte del mecanismo que se activa para actuar: como un instinto. Se transmitirá de generación en generación y ya no habrá algo que hacer: si es el caso que se debía hacer algo.
  Es diferente con las injusticias: las bromas se cuestionan, se pide "respeto", hay "peleas" en plataformas creyendo que escribir en la nube implica un debate que resuelva hechos sociales considerados injustos. Sería aburrido leer todo lo que dice cada persona que se enfrasca en esas cuestiones, porque es muy probable que todo lo que digan se reduzca a unas cuantas ideas: la importancia de ser empático, lo importante de exigir una sociedad más justa -lo que eso quiera decir- y que la corrupción, así como algunos comportamientos antaños -el machismo, por ejemplo- deben ser intolerables. 
 La nube se vuelve un terreno tan prostituido que se nos olvida que ya está tan trillado, y que haríamos bien en andar con cautela. Se presume de ser "inteligentes" -lo que sea que signifique "ser inteligente"- a la hora de "opinar" o "juzgar" algún fenómeno social, pero un video de una persona no preparada obtendrá mayor publicidad: en donde sólo expondrá sus intuiciones -por tanto, creencias no bien formadas ni meditadas-. Es probable que ese "ser inteligente" pueda implicar "ser cauteloso con la información", no dejarse llevar por las apariencias, cotejar información, etc. Pero al hacerse viral el video de aquellos legos en asuntos en donde demuestran justo el sentido de predicar el ser "lego", no parece que se sostenga la idea de querer personas "inteligentes". Todo es un cagadero, y ese es el bonito error de la democracia y la igualdad: todas las voces cuentan. No olvidemos que somos partidarios de la democracia porque implica la participación de muchos, no tanto porque se trate de eligir correctamente. 
 Empiezan a ya no gustarnos los principios defendidos. Sin embargo, ¿cuántos llegan a estas alturas del razonamiento? ¿Cuántos más van a querer seguir? No es arriesgado insinuar que quienes se arrastran son mayoría y son quienes opinan. Pero no se ha resuelto nada. ¿Será, entonces, que más o menos crean que si se atrevieran a llegar más lejos las cosas podrían ser distintas?

M. Téllez. 

miércoles, 13 de septiembre de 2017

En torno a la humildad






Para José Salvador Arrellano




En algún momento de nuestras vidas nos han dicho que no somos humildes. La suposición es que uno «tiene que ser humilde». En algunas circunstancias, esta situación suele ser un tanto cortante, en otras, se justifica por los tonos soberbios de una conducta. Sin embargo, en ambos casos, no hacemos sino suscitar la pregunta acerca de qué es la humildad. Del concepto de humildad muy pocos filósofos han intentado indagar una reflexión sobre su definición. Si nos exigiésemos ampararnos en una doxografía al respecto del tema, la realidad es que hay escasos autores. Poca la reflexión. Y en cambio, como decíamos, no son nulas las situaciones morales que apelan materialmente a la «humildad», aunque también normativamente en formatos prescriptivos («debes de ser humilde»), en hechos evidentemente entramados en una constelación de virtudes, valores, cualidades, actitudes, &c. Si nos vamos a la concepción común de la humildad que la apercibe como una sumisión de carácter, el concepto efectivamente comienza a perder, por decirlo a tono de metáfora, las líneas de su mano. Por quienes aducen a título de descripción que tal o cual persona es humilde, se podría conjeturar que contadas veces examinan las entrañas de su supuesto.
Suponer qué es la humildad no es saberle; ni conocerle, supone desembrollar su supuesto virtuosismo. Conviene por tanto abocarnos a este término. Nuestro acercamiento teórico no le interesa tanto hacer conocible el concepto en función de categoremas éticos, cuanto en forjar una definición que atienda a la extensión e intensión del término, y cuyo planteamiento sea capaz de traslucir una crítica. No será afán nuestro, por consiguiente, dilatar un elogio de la humildad; lo que sí, que nos dará ocasión bastante, es reparar en su realidad, su posibilidad y su necesidad.

1. Cuando de humildad se habla luego, luego se capturan atenta o desatentamente notas preconcebidas. Se tienen creencias. En general, su referencia axiológica en muchos casos está sobredimensionada aun cuando no se esclarezca su fundamento moral. Se trata de un concepto inmerso en «ambientes morales», aunque, por su condición, también toque los «ambientes éticos»[1] de determinadas éticas. No es nada insignificante que la humildad aparezca de manera ineluctable bien como virtud, bien como valor de las sociedades occidentales y occidentalizadas. Detrás de esta generalidad, advirtámoslo, se podría atajar su realidad abriendo los ojos a la semiología de la vida cotidiana.
Pero la doctrina moral que satisface el concepto de humildad suele establecerse en términos de moralidad religiosa. En significado, allí se habilita –tal y como la señaló el lexicógrafo Pierre Larousse en su Diccionario– como una «virtud que resulta del sentimiento de nuestra bajeza». De ahí, el ligero transe semántico del sustantivo al adjetivo es poco a fin de cuentas, en tanto que lleva arrimada la pretensión de predicar al humilde como el que se «rebaja voluntariamente». Así, la aspiración de la humildad –aunque no se cuente como tal en las llamadas «virtudes teologales»– en esta acepción hunde su sentido en el apocamiento.
Más muestras reivindicativas de la humildad nos las podemos topar en innumerables referencias bíblicas y teológicas. No sería pertinente menospreciar el entrelazamiento que mantiene con otras virtudes como la «caridad». Esto lo especificó San Agustín al mentar que «donde está la humildad está la caridad»[2]. Sin embargo, huyendo de la peroración teológica como se huye de la peste, lo que vale primeramente es evidenciar su realidad.

2. Podríamos introducirnos en el bagaje terminológico teniendo en cuenta cómo se define en su acepción religiosa. Pero, por fuerza, hay que mostrar otras acepciones. Pues lo que se ha de aducir, en principio, es que nuestro espacio antropológico contempla, entretanto, una estructura de relaciones éticas cuyo gran interés cae a la filosofía moral. Lejos de agraviar su conceptuosa denotación, nos ubica a la humildad dentro de un campo de la Idea de valor moral. Y puesto que «la virtud de un ser –como nos dice Comte-Sponville– es lo que constituye su valor»[3], por eso el planteamiento de la humildad se endilga muy a menudo un virtuosismo.

¿Qué sería de la humildad si no se le halagara para remediar los males que gusta ofrecer la soberbia? Pensémoslo meditabundamente porque las cualidades que se dan de la humildad revelan una glorificación de la misma. Quizás el fulcro que posibilita esta idea venga concentrada recurriendo a la verdad.

Es una cuestión que se destila de una afirmación de Santa Teresa: «la humildad es andar en verdad». Dicho así, la humildad parecería ser un mero cachondeo epistemológico, por ende, susceptible de robustecerse guiada –en caudillaje de relativización– por «la verdad de cada uno». Pero, en realidad no es tanto así. Porque el fundamento moral que orienta la humildad se establece ad sensu contrario del engaño de uno mismo. De ese engaño que sería terrible no contextualizarlo en función de las cualidades, talentos, profesiones, u opiniones de cada persona.

En efecto: la humildad echa raíces fundamentalmente sub specie personae. No ser otra cosa más que uno mismo: ser persona. Esta es la función principal de la humildad que ha de satisfacerse si se busca ser humilde. Así Jorge Yarce, que es uno de los baluartes de la insidiosa «filosofía del liderazgo» (?), con el género de fin empresarial que busca el llamado «coaching ontológico», expone que la humildad es «aceptarse y aceptar a los demás como son, reconociendo –advierte– las propias limitaciones o deficiencias, sin dejarse dominar por ellas».[4] Y sin entrar en detallitos de tema tan peliagudo asimismo repasa, siempre con insinuación empresarial, que la humildad se conforma de sencillez, naturalidad, espontaneidad, autenticidad y sinceridad. Desde nuestra perspectiva compartimos su idea de que la sinceridad es constituyente de la humildad (y también su recíproca).

Y es que esta idea de gran complejidad psicológica, sean cualesquiera sus cimientos con la ética, pone en la pista un presupuesto denotativo de la humildad. Y es que la sinceridad y la humildad mantienen entre sí una dialéctica convergente. No hay duda que sean conceptos yuxtapuestos que se codean. Así podemos notar la perspectiva que airea el filósofo Jankélévitch: «la sinceridad sin ilusiones es para el sincero una perpetua lección de modestia; y viceversa la modestia –nos advierte– favorece el ejercicio de la sincera introspección».[5]

Pero, más aún: cabe decir que la sinceridad no ha tenido tanta importancia moral como en la ética del filósofo uruguayo don Vaz Ferreira. Una vez desarrollada su Moral para intelectuales (1909), en atenciones a diversas profesiones (como sea la del médico, el abogado, el periodista o el funcionario público), con pasmosa insistencia quiere aducir que la sinceridad debe formar parte de la moral. La posición que pudo haber adoptado respecto a la humildad debiéramos alinearla –in oblicuo– en un fundamento emocional y ético. Ahora que, si hubiera un marco «deontológico» que pretendiese asimilar la humildad a sus deberes, quizás por profesionalismo, es probable que el sinceramiento no alcance importantes cotas de reconocimiento laboral (¡porque la humildad no es un deber!). Es preciso tener muy en claro que citar a este gran filósofo no es para apaciguarnos por una apelación a la autoridad. Nada más falso. Simplemente convendría suscitar las «condiciones de posibilidad» de la humildad (que jamás habría que endiosarla). ¡Ah, pero la pulla de Nietzsche juzga que la humildad es despreciable! En esa situación, uno puede redargüir que la  humildad es una forma de autodeterminación individual y personal. Sin duda, en la socialización humana (o antrópica) la humildad se nota incluso por vía negativa sobre todo donde la arrogancia la degrada.

De aquellas ocasiones donde la soberbia no procura fomentar la humildad, y que con la fuerza moral de la hipocresía puede persistir, ahí cualquier individuo arrastra una concepción que podemos tipificar de «individualismo ético»[6]. Con justa razón, José Martí nos advertiría que «el genio no puede salvarse en la tierra si no asciende a la dicha suprema de la humildad».[7] Lo que logra repercutir a esa dicha –destacada en la boca del enfoque emic– lleva aparejada invocar a cualidades de tipo sapiencial en determinadas filosofías de vida. Colocándonos en la perspectiva de Séneca, por ejemplo, se reconoce que la riqueza de espíritu se solventa por la tranquilidad. Así se podría decir, en abreviado rigor, que con la humildad se tienen los goces de la tranquilidad. Esto penetró el emblema septuagésimo del celebérrimo Theatro Moral de toda la Philosophia (1672) en cuanto nos dice –sin perjuicio de sus componentes cristianos– que «nunca pierde el sabio su tranquilidad».

Sea como quiera, lo que se aquí se puede controvertir es que la humildad llega muy pronto a tener un peso axiológicamente moral. Cuando este peso moral queda a merced de un antivalor, como la soberbia, así no hay chance para perfeccionar la tranquilidad (psicológica) de uno mismo. Cuando el hombre a causa de la soberbia es falso, deja de orbitar en la simplicidad (asimismo virtud).

3. Al tomarnos en serio el postulado de la humildad como radicación en la verdad, la cosa se nos puede tornar resbaladiza. Y es que aducir tal idea requiere presuponer –en buena lid– que existe un respeto moral que cada ser humano se debe a sí mismo. Es el respeto que nos enseña a no licenciar el engaño, o el mal cuyo más indeseable derrotero se manifiesta –sin perjuicio de lo que contravenga la antipsiquiatría o incluso la teodicea– en trastornos psicosociales (individuales y colectivos).

Decimos, pues, que la razón de ser de la humildad brota del sinceramiento con uno mismo y con los demás.

Consiste esto en lo que Alfonso Reyes suscribe en la lección V de su Cartilla moral (1944): «la manifestación de la verdad aparece siempre como una declaración ante el prójimo, pero es un acto de lealtad para con nosotros mismos». Lo cual sugiere que la humildad posee un valor moral en la medida que realiza deseablemente entre los hombres lo que es cada uno; pero importa aún más que manifestándonos como realmente somos ante los demás implica que somos leales a un grado de autodeterminación personal. En este quid debiéramos subrayar –siguiendo la lección XII del mismo Reyes– que «el respeto a la verdad es, al mismo tiempo, la más alta cualidad moral y la más alta cualidad intelectual». Tal y tan gran cuestión no es mero halago de la verdad; es más bien, el subsuelo donde se establece el valor moral de la humildad.

Y aunque filósofos hubo que pensaron que la humildad coquetea con el imperativo categórico (en cuanto la humildad confirma interiormente la Ley), no obstante, nos parece que la virtud de la humildad no está regida por Estatutos (i.e. heteronomía).

Sería por medio del imperativo hipotético como se pueden hacer consistir sus alcances morales (incluyentemente, sociales). Eso tendría un esquema positivo así dicho: «si soy humilde entonces pasa esto». En semejante formato se alistan cuatro obvias alternativas: 1) si soy humilde puede pasar esto; 2) si soy humilde no puede pasar esto; 3) si no soy humilde puede pasar esto; y, 4) si no soy humilde no puede pasar esto. Pero como no deseamos entregarnos a los rigores de la formalización lógica –ahora innecesarios–, nos atenemos francamente en reconocer que uno de los contenidos de la primera alternativa es la veracidad. Esto es: si verdaderamente soy humilde entonces soy veraz; parejamente, si alguien es sincero entonces es veraz.

En igual sentido, el valor moral de la humildad resulta defendible en tanto que determina la veracidad de cada ser humano. Dejamos fuera de cualquier duda que los vínculos interpersonales encabezados por la humildad poseen un dictamen meliorativo. Porque al proponer la humildad en ese estrato comunicativo de nuestra existencia uno es veraz con lo que es. Y es que, desde luego, la gente que desprecia la humildad evidentemente más temprano que tarde agravia la vida social.

A todo esto, sumemos que no es necesario ser un Anthony Robbins para acallar –aunque también para encallar– al «gigante interior» que se desvive, por vicio competitivo o por ávida ceguera moral, por hacer imposible ser sinceramente veraz con los demás. Seguramente quien no es humilde no respeta ni confía en lo que él mismo es. Así, muy cerca de la veracidad, la humildad le sigue los pasos a aquella virtud social. Como diría el filósofo colombiano Cayetano Betancur en su obra que no en balde tituló Las virtudes sociales: «la veracidad es un derecho natural que los demás tienen ante nosotros»[8].

Si bien la humildad requiere de la veracidad en las personas, sin embargo por darse en cierto sentido hay obligadamente que darle un matiz: y es que aun siendo de veras humilde moralmente de ahí no se sigue que la humildad respecto de otros aspectos acontezca verazmente. Ser veraz es algo más que ser humilde. Pero una y otra, si son auténticas, exigen expresar la verdad. Mientras la humildad de un individuo no encauce sinceramente la veracidad, estará minando una posición acorde con las buenas relaciones sociales.

4. Es posible que si la humildad se considera virtud, y que efectivamente alcanza cotas de reconocimiento axiológico, aun cabe preguntar esto: ¿la humildad es o no es una garantía de felicidad en el humilde? Bienintencionada pregunta.

Si la humildad tiene una finalidad ésta podría hacerse consistir bilateralmente. Digamos que una se ocupa de la humildad como lo que uno es; y la otra se ocupa de la humildad como lo que uno representa. Hemos de pensar a la humildad como un ingrediente de la felicidad si la auxilia en prevenir los tumbos de falsedad personal. La felicidad acaso podrá ser un mito (como ha repiqueteado el filósofo tan disputante don Gustavo Bueno)[9] pero es cosa ya harto fraudulenta una vez que se le acentúan toques de vanidad. Porque uno de los resortes de la felicidad –aun con todo el perjuicio de su equivocidad– es conseguir nuestra autenticidad. Ser como uno es, advirtámoslo, estructura un dominio de conductas morales: la principal de la cual es aceptarse (aun con la denuncia agustiniana que rezaba: Nec ego ipse capio totum quod sum).

El coraje de la humildad rebosa en el conocido apotegma «atrévete a ser quien eres». Sin embargo, en el fondo, la aceptación de uno mismo no se agota en una sola forma de la «personalidad». Si a ese juicio se le aventara la dinamita del existencialismo sartreano, permitiéndonos transitar de la ética a la ontología, podemos admitir que el ser-en-sí dispone de su libertad para no ser humilde, mientras que el ser-para-otro puede hacer fracasar toda alternativa de humildad, en cuanto que cada ser (o autoconciencia) es capaz de convertirse en un objeto del para-sí aun cuando el otro sea aparente (v.g. soberbio) a los ojos de ese para-sí. Pero dejemos esta mera insinuación a los fenomenólogos más avezados...

En cuanto a la finalidad que decíamos, ¿acaso la humildad de veras asiste a la felicidad? Fundándonos en no confundir la humildad con la mala conciencia, el remordimiento o con la vergüenza, para comprender aquella relación debiéramos reconocer que la humildad custodia lo que cada uno es (potencial o actualmente). Sobre este saber acontece una valoración cuyo fin inmediato es dar un valor a eso que sabemos verazmente de nosotros mismos. He ahí una autodeterminación nada despreciable. Se desenvuelve como uno de nuestros bienes subjetivos sobre todo de un modo en que nos despoja de ilusiones sobre uno mismo. Por esta razón, la humildad presta ayuda positiva a la felicidad sin confundirse efectivamente con ella. El supuesto de felicidad querrá interesarse por la humildad una vez que ésta sea funcional en aquél. Aun cuando la humildad penda de un «principio de la felicidad» no es dable deducir que todo humilde sea feliz o viceversa.

Simplemente lo anterior pretende indicar que la humildad, una vez definida como virtud social implicada con la verdad, posee en ejercicio o en representación partes de harto interés para la «eudemonología». A este respecto, se pueden temperar las expectativas morales de la humildad salvaguardando el valor social de su experiencia. Sea como sea, en tesis general, la cuestión es que la humildad no resulta indiferente a la felicidad, &c.

5. Concluyamos: todo lo anterior convendría conectarlo explícitamente con la meta de una «comunidad crítica» (sea cual sea su soporte ideológico no silenciemos una voz similar en J. D. Perón cuando habló de una «comunidad organizada»). Digamos que si se desea tal comunidad haría muy mal olvidar el punto de vista de las virtudes sociales. Porque hay aspiraciones fijas, anhelos de bienestar; existe una filosofía moral que las reflexiona infatigablemente, pero si no se ejercitan moralmente las virtudes de esa comunidad, siempre de los siempre quedará lejos de la benévola acción. Esa situación es muy problemática.
Desvirtuar la humildad, que es un acto ya de por sí desternillante respecto de la idea de Hombre, dejándola en la visión harto unívoca y monotemática de bajeza humana, es un asunto que no sería pertinente determinar con la vara del cinismo moral. ¿Es que acaso no convendría propugnar por la humildad, en medio de tantísimo desbarajuste moral, a sabiendas de que su pauta principal implica la verdad como fundamento? Esta pregunta hallará motivos de reflexión filosófica una vez que se retomen las preciosuras interpersonales de la sinceridad y de otras virtudes hoy más que nunca añoradas en nuestras «sociedades líquidas».
Así pues, como he intentado mostrar, si la humildad nos fuere ajena a nuestro espacio antropológico de convivencia (privada o pública), está en nuestros actos la posibilidad para resignificar su valor, para con ello criticar las posturas que orquestan la presuposición de que «uno tiene que ser humilde». Es cuanto. □



[1] Servirá advertir que esta distinción (que no es disyuntiva) entre ambientes morales y ambientes éticos la hemos tomado del libro Sobre la bondad (Paidós, Barcelona, 2002) del filósofo S. Blackburn.
[2] Apud León-Dufour, X. et al., Vocabulaire de théologie biblique, art. «Humilité», Du Cerf, Paris, 1971, p. 555.
[3] Comte-Sponville, A., Pequeño tratado de las grandes virtudes, Andrés Bello, España, 1997, p. 10.
[4] Yarce, J., El poder de los valores, Ediciones Ruz / Instituto Latinoamericano de Liderazgo, México, 2005, p. 132.
[5] Jankélévitch, V., Tratado de las virtudes, II, 1, cap. 4. Citado en Comte-Sponville, A., op. cit., p. 149.
[6] Para no dejar vagamente referido este concepto, cfr.: Lukes, S., El individualismo, Península, Barcelona, 1975, pp. 125-132.
[7] Martí, J., Aforismos, Centro de Estudios Martianos, La Habana, 2011, p. 193.
[8] Betancur, C., Las virtudes sociales, Colegio Máximo de las Academias de Colombia, Bogotá, 1964, p. 24 (en la edición digital).
[9] Cf. Bueno, G., El mito de la felicidad, Ediciones B, Barcelona, 2005.

martes, 5 de septiembre de 2017

Estética del llanto: una experiencia reivindicada




ESTÉTICA DEL LLANTO [1]

I.

Si he de realizar aquí una «comparecencia estética» conviene precisar indicativa y cordialmente cómo ha de constituirse la metodología (crítica o no) que hilvana el cauce fundamental de mi disquisición estética. La faena estética que intentaré plantear se conforma principalísimamente por la huella de una «experiencia estética», que, por los «valores estéticos» que puede revestir, está, digámoslo así, en una coyuntura notable para mí. En mi comparecencia confluyen categorías de distinto orden que una vez conjuntas, no obstante, prefiguran un híbrido más dado a una adjetiva arbitrariedad que a una sustantiva claridad. Por su mixtura conviene advertir que no es una crónica, ni un anecdotario, ni una descripción; mucho menos, una confesión; y, muchísimo menos, una demostración. Por su formato, tampoco quisiera abrir una narración solidaria de una diatíposis ni tampoco entreabrir la usanza de una moldura fenomenológica para estudiar el fenómeno del llanto, &c.

Las justificaciones teóricas que «forran» mi comparecencia no pretenden engastarse en tropologías que decreten, bien o mal, el perseguible fin de un esteta disuasivo. Mas, sería «disgustante» representar una experiencia estética —sin perjuicio de contravenir a literarias intencionalidades— sin una mínima, aunque modestísima, exaltación poética. Sin ésta, osaría en dar una anémica comparecencia. En cuanto al finis operantis, busco directamente apreciar, ostentándolo animosamente, el «valor estético» (que no artístico) del llanto. La cuestión por eso es esta: «develar» la importancia estética del llanto.

Haber concebido el llanto como una «experiencia estética» intenta prescindir, desde el principio, de una interpretación psicologista aun cuando la yuxtaponga indefinidamente. Y si supone, a pesar de ello, que la interpretación será acogida, a veces, por simplificaciones existencialistas, quiero debidamente indicar que no es reductible a un mero estado afectivo. Justo es decir ahora que el referente fundamental humano del llanto he sido yo. En el «contexto lacrimoso» con que «desplegué» mi llanto, fue menester para mí retener de él lo inmaculado, lo digno, lo valioso, lo memorable. La idea de desembrollar el llanto ciertamente ocurre una vez consumado el «efecto lacrimoso». ¡Pero créame, benévolo profesor, que mi spoudaios, que es por antonomasia un esfuerzo superior al físico, ha batallado no poco por conquistar la ratio essendi del llanto en su sostenimiento estético!


II.

La potestad estética del llanto en su dimensión poética ha caído —según creo— bajo el dominio de la elegía. El «estilo elegiaco» (por tanto, literario) vindica el portento atribuible al llanto. Por añadidura, al lamento acoge como su insignia (simbólica). Todo su lirismo perpetúa vivientemente un tipo de fidelidad lacrimosa. Parejamente a su temática, la musicalización del lamento del llanto, que bien puede identificarse en algunas composiciones como Stabat Mater,[2] está correlacionada con la «estética funeraria» que, por ejemplo, la hay propiamente en el Réquiem cristiano (considerando, también, la tanatopraxia cristiana). En el caso religioso, compete a la teología dogmática aducir si la expresión Eli, eli, Lama Sabactani[3] fue la primera lamentación cristiana [...] Por lo demás, sé que la prolijidad del lamento ha recorrido sendas aproximaciones: psicológica, teológica, filosófica, &c. Y en todo punto los casos en que se conformó en «material artístico» quedaron obstados por la estigmatización de un trasfondo pesimista.


III.

En cuanto en el llanto pueden homogenizarse (u homologarse) distintas «pasiones», no se engañe nadie pensando que en la ocasión de su lamentación vio pasar a todas. Pásome que las impresiones recibidas en mi llanto no constituían, digámoslo así, un adorno de determinada angustia. Si el llanto encarna un suplicio adherido a una angustia mi temor hubiera sido integérrimo. Antes bien, con toda la suposición anímica de dolor, la sensación inmediata confería importancia a una qualitas occulta del llanto. El principio del llanto pudiere ser la suscitación de una pasión que procrea sensiblemente una catarsis (en un sentido lato). La realización terapéutica de esto es secundaria al apasionamiento conque existe. Porque estar «poseído» por tal y tan sugestiva pasión, aviva la percepción de un «goce negativo». ¡Y con qué potestad lo hace! Seriamente esta negatividad es trascendental, pues emerge de la pureza de una experiencia trágica. Mas también en ésta, la decepción porta en provecho suyo la «aesthesis del llanto» bien porque los tumbos de la decepción tienden a recubrir los del lamento plañidero, bien porque los entredichos de la decepción necesitan derrumbar un encanto de la vida, &c.

Así pues, la faceta trágica del llanto como «goce negativo» arrasa con toda contención o resistencia optimista; tanto que, nulifica en su jadeo cualquier evocación de «placer positivo». El agente trágico del llanto hace del dramatis personae algo que dispara verdadero dolor existencial. Con la vehemencia del llanto actuando se hace imprevisible saber cuándo sus peligros se hallaran sofocando a quien llora [...] Creo que a muchos convencería  diciendo que el ímpetu del llanto fragua perfectamente una profunda conmoción de las vísceras: el apretujamiento estomacal, el esfuerzo respiratorio, el pasmoso temblor corpóreo, el sobrecogimiento babeante, la cadencia gimiente, el encadenamiento de suspiros, el desaliño cardiaco, el patente titubeo, el pulso descorazonado, las intensas exhalaciones, la sofocación ingobernable, el aliento desesperante, el ahogo compungido, los inacabables sollozos, el agitado parpadeo, el discretísimo alarido, &c. La somatización del llanto, sin duda, dibuja la indocilidad del dolor. En todo, y con todo, la entrañable intransigencia del llanto llega batiendo la «concordia orgánica» (o fisiológica) del cuerpo. Y por la experiencia del llanto, ordinariamente pienso que éste es «ubicuo» en todo el cuerpo. El rigor y vigor contristante del llanto cunde contra toda la parsimonia de aquél. Además la extenuación lacrimosa se extiende por los espasmos (episódicos) cuando en su momento se extralimita un «catalizador plañidero». Y más cuando la lamentación mociona toda la experiencia subjetiva de quien llora. Y cuando se llora el «microdiluvio oftálmico» alcanza a dar un gozne icónico de la melancólica lamentación. Así el llanto «acecha» un estadio estético de la vida infestada por esperanzas. ¡Que las lágrimas untan el ínclito vaivén del llanto! Pero el refinado estremecimiento del llanto implica que los sollozos puedan hacernos arribar —adrede— a las dolientes singularidades del llamado (leibnizianamente) mejor de los mundos posibles.

El llanto, sin embargo, suele quedar sesgado ante cuitas que convierten a éstas en su mismísimo principio. Aunque la percepción del llanto resguarda la avidez efectiva de desdichas (ya sean amatorias), no obstante, a veces, el cuitado por su sufrimiento quiere excusar todo beneficio estético recibido. Paréceme que el momentum del llanto despliega en sí un «éxtasis» que en razón de su ímpetu arroba una ignición impasible (explícitamente manifiesta en las muecas que nacen de la mirada del que llora). La conmoción propia del llanto, no de paso, resultó darme una hiperestesia que es de una difícil «metabolización». Así quedé, digamos, verosímilmente atragantado. Pero la prolijidad anímica (por esto, estética) inmediatamente notoria al llanto cunde con una conspicua forma de sentirse vivo [...] Si esto se admite, los «ideales supremos» del llanto, antes de procurar una pretendida metanoia,[4] exaltan vivísimamente la agonía del homo lacrimens.[5] En tanto, en esta dimensión agónica está el quid, la clave, el porqué del llanto. En efecto: a uno le impele sobremanera esta potencia agónica cuando en sus entrañas siente el indómito poder del llanto. Y por esto no puede apaciguarnos nada en el momento agónico del verdaderísimo llanto. Uno padece en el clímax del llanto la vivencia patética que da hartísimo temblor derramando lágrimas. Nada en todo nuestro cuerpo queda indemne; todo queda desfondado, en duelo, incubado en la reinvención subjetiva. El jadeo que secunda al llanto «inflama» como puede la agonía. Y en ésta, gemebundo, quedé interpelado. Aprecio por ello que gimiendo sentimos la agonía. El ensimismamiento aflictivo de la agonía tiene en estado germinal una metanoia diminuta (no necesariamente religiosa). Y aquí se ampara una «gracia» nada desdeñable que mantiene en «suspensión» el momentáneo, pero agónico modus vivendi lacrimoso. Este modo de estar condensa, por su sentido estético general, un cometido estético en el que la experiencia lacrimosa está expectante de un goce negativo (psicológico-estético).



IV.

¡Cuánto desearía haber podido extender la calidad de mi llanto por más tiempo! Cabe reservarse el anhelo de imprecar las condiciones de posibilidad del llanto. Porque la misérrima duración del llanto parece poseer una duración de tipo orgásmica, si uno se esfuerza voluntariamente por semejante llanto, no obtiene uno «genuino», dado que la espontaneidad infunde vivencia auténtica que no tolera simulacros figurados bajo la tutela de la voluntad. Es despreciable, por eso, aquel llanto cuyo afán tiene prisa por «soltar» determinado acicalamiento catártico (si se quiere, terapéutico). Pues lo que encauza el llanto es una oportunidad sublime. Ésta, en su ocasión, insta «efectos» cuyo desdoblamiento acaba por convertir la pasión del llanto en una magnífica experiencia de placer negativo. Y esta trama, por ello, no hace del llanto un mero sucedáneo pesimista (al menos, al modo de Cioran). Así uno llora como ondulando, como oscilando en una algarabía interna (del «fuero subjetivo») azogado por unas pautas que «desnudan» a inesperadas (mas sabidas) miserias. Cuando lloré solitariamente un asomo se abrió obscuro al inaudito umbral agónico. Acaso ceñidos a aprehender una reminiscencia agónica, los sollozos cada vez haciendo indiciosa la agonía, alcanzaban por sí mismos la descrecencia del lacrimable ardid.

De todo lo cual se puede entrever que el llanto «unifica» oportunísimamente valores estéticos negativos. El llanto, en cuanto a su valor estético, es una fuente de «goce negativo». Pero, aunque por su composición esta proposición reduplicativa tenga per se un horizonte de explicación, es preferible saber que el llanto indudablemente no se agota en ser sólo el soporte (fenoménico) de valores estéticos. Como puede haber equívocos en el llanto, considerar si existe tal cosa como un «cierre estético» sería «victimizar» más los conceptos que distinguir las experiencias. Por esto no he querido «extorsionar» su trasfondo nostálgico (que de suyo fue el sentimiento subjetivo que motivó como razón determinante mi afección plañidera).

V.

La protagónica nostalgia que existe detrás del gimoteo revela que, siendo el llanto una experiencia excepcional, puede determinar (o forjar) un estigma sobre el llanto. La «epifanía lacrimosa» encarna tan potentemente el conjuro de una vivencia estética. El trémulo refugio del llanto tantas veces podría satisfacer un dolor inefable, consagrado —creo yo— para condescender negativamente a la experiencia nostálgica. Con el propósito doliente, el patente titubeo que en el llanto pende inenarrable yergue un sufrimiento afónico. Ya como «reminiscencia agónica», desde que se empieza a llorar la nostalgia increíblemente excede una dilatación mnemónica. Las zozobras que brotan de la nostalgia plañidera sobreponen imaginaciones cuyo lucimiento no está vencido, sino que apenas se encuentran secundando el propio estertor lacrimoso. Con la singular eyección de lágrimas, llegada la agonía, zozobrar se vuelve un prodigio intencional del llanto. La anagnórisis lacrimosa jamás descuida una osadía de la que la angustia bien agravia. Algo, cediendo a ser llorado, a menos que se reniegue, nunca en vano prosigue nostálgicamente; a lo que se esfuerza en presentar, aun con desconsolación, en una intermisión avenida al suspiro plañidero. Pues entretanto, el llanto asume que presume todo lo que consume. Tal es que este modo apoca a la agonía.

La emergencia trágica del llanto, por si no fuera una lid nostálgica, desinhibe los barruntos anestésicos de la vivencia humana. A no ser tantos los signos el llanto derrumba una monótona quietud anestésica. El llanto remedía un estado anestésico aun cuando la «cuota» implicada sea siempre un dejo de dolor. Despojar al hombre de estas sensaciones lo dejaría misérrimo en una exuberante desproporción anímico-sensitiva. La vivificación nostálgica suele engastarse favorablemente de lágrimas, y cuando éstas se adueñan de una eminente evocación de suyo avivan la situación agónica del llanto, quedándose de ese modo suscrito en el «alma» un estigma (lacrimoso). Pues es así: la faceta trágicamente nostálgica del llanto fundó un estigma en mí ya imborrable ex toto corde. Pero la estigmatización lacrimosa en absoluto quiere significar invención mía. ¡Por eso la «materia» de mi llanto fue de todo en todo sutilísima! Y menos que nadie padecí su purísima incomodidad sin eximirme de nutrir un afán suicida. Sobre todo porque el llanto «hincha» la pulsión estética de la muerte, en el buen sentido de que asume una implacable prestancia pesimista: en el llanto espejea transitoriamente el precipicio agónico (por eso detiene un absorto suspenso que desploma los muros del óptimo placer positivo). Haber sentido esta suspensiva experiencia aniquiló el rejuego de vivencias cotidianamente monótonas. Y sólo por tantear una expedición nostálgica disolví el infecundo principio de la monotonía anímica. Tan verosímilmente después de cada llanto de refina la «experiencia estética» porque en el llanto la percepción sublimemente se «purga». Sentir como «experiencia poética» (por tanto, estética) el llanto, excelentísimamente torna redivivo el magisterio estético de la humana experiencia sensible. Pienso, pues, que si se quiere apresar biográficamente, o, en suma si se quiere «momificar» una angustia, es menester no abandonar un «hábito poético» como el llanto.

VI.

Ha de saberse que el «conjuro lacrimoso» domeña inclusive las experiencias místicas. Se dice que los místicos llegaban a llorar en su experiencia mística (acaso hiperestésica). En dicha experiencia la «destilación» de dolor resulta ser la caricia de lo divino, el toque de lo sagrado, el contacto con Dios,  &c. Y si un meollo cristiano considera que son bienaventurados los que lloran,[6] ¡cuán embebidos de bienaventuranza serán los que vivan una acomodaticia consolación! Mas yo no lloraba por un arrobamiento místico. Jamás presentía una mea culpa relevante sólo para la «gloria» como estética teológica.[7] Por ello, la disposición lacrimosa que refiero no es una chance distraída de unio mystica o algo con tal cualidad. Aun cuando desnudarse de las «trabas espirituales» necesitaría desapegarse de aquella oportunidad que Máximo el Confesor llamó la «divina oscuridad»,[8] un paso más en este contraste y la eminencia estética del llanto pisaría los cauces de otro género de reflexión. Lo mismo de la coyuntura mística que forma una caracterología (mejor aún: una sintomatología) del llanto cual sublime arrobamiento divino. Más vale socavar que el «trance plañidero» se constituye en una práctica independientemente de su fidelidad mística. Cabe ser muy finos frente a la consideración agónica del llanto sin perjuicio de que, a la vez, adquiera un valor calificado de místico. La conducencia final del llanto, bien o mal, se adscribe a un género de «situaciones vitales»[9] que afectan (o influyen) la condición perceptiva. Y al propio tiempo, por lo mismo, la experiencia de lo vivido [...] El aprovechamiento estético de su existencia, respectivamente, busca resarcir el torpísimo afán que priva el desenvolvimiento «natural» del llanto.

Ya adjudicado el primor trascendental del llanto mucho podría resonar aquí la titularidad jaspersiana del llanto como «situación límite». Tal afirmación supondría que se reciproca este su significado (conceptual) con la condición propiamente lacrimosa. Conque el que vive el llanto, no sólo le hace agónico su momento el llanto, sino también su riesgo le lleva a situarse en un «límite existencial». ¡Válgame la analogía si inducimos que el llanto exonera una metanoia diminuta! La magnificente qualitas occulta que insinué paréceme ajustarse a este límite que conlleva el llanto. Con la posible compatibilidad mística en el llanto, el afiligranado «contorno espiritual» de éste está bien conformado para azuzar un circunspecto miramiento pesimista. Éste es el que está implícitamente presente en el lloriqueo agónico. Pero ya que no basta admitir como garante un trágico pesimismo, sí bastaría decantar la «sapiencia lacrimosa». Inclusivamente, Unamuno en escrito y en vida notó que vale la pena llorar: «¡Sí, hay que saber llorar! Y acaso ésta es la sabiduría suprema.»[10]

VII.

Por otra parte, es cierto que el pudor —posible subterfugio de no pocos místicos— ha orientado que el llanto de cara al público resulte impracticable; en cambio, de cara a la soledad ha podido explayarse complacientemente. Es que el asalto de la vergüenza priva de su cómoda expresión en vivo. ¡Cuán admirable es que haya vivido el llanto estando yo solo! La auténtica  expresión del llanto sólo puede retratarse en la intimidad del homo lacrimens. ¿Quién acaso quisiera el imperativo categórico de testimoniar una especie de delirio gemebundo sabiendo que su expiación desagradaría a cualquiera? La endopatía (en un sentido estético) del llanto aquí podría determinar, sin secreto alguno, que la animación de la sensibilidad lacrimosa pende de una percepción primaria sentimental. Cada cual, viéndome poseído por una gemidora agonía, podría contemplar un fenómeno que consciente o inconscientemente desataría en él una profunda «participación afectiva» en el dolor de otro. Y ante esto el «contagio estético» depondría perfectamente una proyección plañidera. En este sentido, estar receptivo a las representaciones lacrimosas viene, quizá, de una simpatía por las lamentaciones del llanto. ¡Hay que saber que cuando el llanto aflora hace que lacrimar preserve todo «encuentro furtivo» con una veta jamás inerte como la agonía!


VIII.

Admirablemente supondría que una sobria abreviatura del llanto podría externarse como maximum in minimum. Y como creyera yo, todo lo máximo que a uno lo salpica el llanto viene por vía doliente, que es, ya ponderado el momento agónico, la mínima exigencia para presenciar sensiblemente en uno mismo un «goce negativo». Especificar este tipo de goce implicaría sutilizar, por poner un caso, las determinaciones placenteras que presenta un sadomasoquista en su experiencia sexual. Mas quiero indicar que aquí se entendió por tal concepto estético nada distinto de una especie de placer planteado sin el carácter positivo de otros goces (porque contraria sunt circa eadem). Digo, con todo, que el llanto supone un capítulo especialísimo de la «vivencia estética». Y mí me tocó constatar con la comparecencia esta verdad.

[Nota: este texto fue escrito en diciembre de 2013 y se ha pasado a este blog sin modificación alguna]


[1] El sintagma «Estética del llanto» ciertísimamente presupone una estética genitiva (v.gr. estética de la arquitectura, estética de la comida, estética de la música, &c.) en la que el concepto-sujeto —estética— podría ofrecer advertida equivocidad (o polisemia). Por ello conviene precisar que el uso dado aquí es en su sentido lato (extensivo). Esto determina qué significación pueda tener su complemento determinativo si la acepción se modula, tomado muy ampliamente, como la doctrina que Baumgarten concibió para el conocimiento sensitivo.
[2] Por supuesto que consideraría definitivamente la memoriosa Symphony of Sorrowful Songs (1976) de Henryk Górecki.
[3] Mt. 27:46.
[4] Un converso contemporáneo como Giovanni Papini escribió en su Historia de Cristo el sentido cristiano de la metanoia avenida al llanto. Díjolo así: «Los afligidos, los lacrimosos, los que sienten asco de sí mismos y compasión del mundo y no viven en la ebria y supina estupidez de la vida corriente y lloran la infelicidad propia y la de sus hermanos, y lloran los esfuerzos fallidos y la guerra que retrasa la victoria de la luz [...], y lloran la lejanía de ese bien infinitas veces soñado, infinitas veces prometido, y sin embargo, por culpa nuestra y de todos, cada vez más lejano; los que lloran las ofensas recibidas, sin aumentar los afanes con las venganzas, y lloran el mal que han hecho y el bien que hubieran podido hacer y no han hecho; los que no se desesperan por haber perdido el tesoro visible, sino que ansían los tesoros invisibles; los que así lloran, apresuran con las lágrimas la conversión, y es justo que un día sean consolados» (Porrúa, Sepan cuantos..., núm. 424, México, 1997, p. 42).
[5] Este neologismo, acuñado para extender el alcance de mi vivencia, connota literalmente al “hombre que llora”.
[6] Cfr. Mat. 5:4.
[7] Vid. Von Balthasar, Hans U. Gloria, una estética teológica, Encuentro, Madrid, 1988.
[8] Cfr. Graef, H., Historia de la Mística, Herder, Barcelona, 1970, p. 154.
[9] Cfr. Nicol, E., Psicología de la situaciones vitales, FCE, México, 4ª ed., 2013, p. 108 y ss.
[10] Unamuno, M., Del sentimiento trágico de la vida, Porrúa, Sepan cuantos..., núm. 402, México, 2003, p. 14.