Para José Salvador Arrellano
En algún momento de nuestras vidas nos han dicho que no somos humildes. La suposición es que uno «tiene que ser humilde». En algunas circunstancias, esta situación suele ser un tanto cortante, en otras, se justifica por los tonos soberbios de una conducta. Sin embargo, en ambos casos, no hacemos sino suscitar la pregunta acerca de qué es la humildad. Del concepto de humildad muy pocos filósofos
han intentado indagar una reflexión sobre su definición. Si nos exigiésemos ampararnos en una doxografía al
respecto del tema, la realidad es que hay escasos autores. Poca la reflexión. Y en cambio, como decíamos, no son nulas las
situaciones morales que apelan materialmente a la «humildad»,
aunque también normativamente en formatos prescriptivos («debes de ser
humilde»), en hechos evidentemente entramados en una constelación de virtudes,
valores, cualidades, actitudes, &c. Si nos vamos a la concepción común de
la humildad que la apercibe como una sumisión de carácter, el concepto
efectivamente comienza a perder, por decirlo a tono de metáfora, las líneas de
su mano. Por quienes aducen a título de descripción que tal o cual persona es
humilde, se podría conjeturar que contadas veces examinan las entrañas de su
supuesto.
Suponer qué es la humildad no es saberle; ni conocerle, supone
desembrollar su supuesto virtuosismo. Conviene por tanto abocarnos a este
término. Nuestro acercamiento
teórico no le interesa tanto hacer conocible el concepto en función de categoremas éticos, cuanto en forjar una definición que
atienda a la extensión e intensión del término, y cuyo planteamiento sea capaz
de traslucir una crítica. No será afán nuestro, por consiguiente, dilatar un
elogio de la humildad; lo que sí, que nos dará ocasión bastante, es reparar en
su realidad, su posibilidad y su necesidad.
1. Cuando de humildad se habla luego, luego se
capturan atenta o desatentamente notas preconcebidas. Se tienen creencias. En general, su referencia
axiológica en muchos casos está sobredimensionada aun cuando no se esclarezca su
fundamento moral. Se trata de un concepto inmerso en «ambientes morales»,
aunque, por su condición, también toque los «ambientes éticos»[1]
de determinadas éticas. No es nada insignificante que la humildad aparezca de
manera ineluctable bien como virtud, bien como valor de las sociedades
occidentales y occidentalizadas. Detrás de esta generalidad, advirtámoslo, se
podría atajar su realidad abriendo los ojos a la semiología de la vida
cotidiana.
Pero la doctrina moral que satisface el concepto de humildad suele
establecerse en términos de moralidad religiosa. En significado, allí se habilita
–tal y como la señaló el lexicógrafo Pierre Larousse en su Diccionario– como una «virtud que resulta del sentimiento de
nuestra bajeza». De ahí, el ligero transe semántico del sustantivo al adjetivo
es poco a fin de cuentas, en tanto que lleva arrimada la pretensión de predicar
al humilde como el que se «rebaja voluntariamente». Así, la aspiración de la
humildad –aunque no se cuente como tal en las llamadas «virtudes teologales»–
en esta acepción hunde su sentido en el apocamiento.
Más muestras
reivindicativas de la humildad nos las podemos topar en innumerables
referencias bíblicas y teológicas. No sería pertinente menospreciar el
entrelazamiento que mantiene con otras virtudes como la «caridad». Esto lo
especificó San Agustín al mentar que «donde está la humildad está la caridad»[2].
Sin embargo, huyendo de la peroración teológica como se huye de la peste, lo
que vale primeramente es evidenciar su realidad.
2. Podríamos introducirnos
en el bagaje terminológico teniendo en cuenta cómo se define en su acepción
religiosa. Pero, por fuerza, hay que mostrar otras acepciones.
Pues lo que se ha de aducir, en principio, es que nuestro espacio antropológico contempla, entretanto, una estructura de
relaciones éticas cuyo gran interés cae a la filosofía moral. Lejos de agraviar
su conceptuosa denotación, nos ubica a la humildad dentro de un campo de la
Idea de valor moral. Y puesto que «la virtud de un ser –como nos dice
Comte-Sponville– es lo que constituye su valor»[3],
por eso el planteamiento de la humildad se endilga muy a menudo un virtuosismo.
¿Qué sería de la humildad si no se le halagara para remediar los males que
gusta ofrecer la soberbia? Pensémoslo meditabundamente porque las cualidades
que se dan de la humildad revelan una glorificación de la misma. Quizás el
fulcro que posibilita esta idea venga concentrada recurriendo a la verdad.
Es una cuestión que se destila de una
afirmación de Santa Teresa: «la humildad es andar en verdad». Dicho así, la
humildad parecería ser un mero cachondeo epistemológico, por ende, susceptible
de robustecerse guiada –en caudillaje de relativización– por «la verdad de cada
uno». Pero, en realidad no es tanto así. Porque el fundamento moral que orienta
la humildad se establece ad sensu
contrario del engaño de uno mismo. De ese engaño que sería terrible no
contextualizarlo en función de las cualidades, talentos, profesiones, u opiniones
de cada persona.
En efecto: la humildad echa raíces fundamentalmente sub specie personae. No ser otra cosa más que uno mismo: ser persona. Esta es la función
principal de la humildad que ha de satisfacerse si se busca ser humilde. Así Jorge
Yarce, que es uno de los baluartes de la insidiosa «filosofía del liderazgo»
(?), con el género de fin empresarial que busca el llamado «coaching
ontológico», expone que la humildad es «aceptarse y aceptar a los demás como
son, reconociendo –advierte– las propias limitaciones o deficiencias, sin
dejarse dominar por ellas».[4]
Y sin entrar en detallitos de tema tan peliagudo asimismo repasa, siempre con
insinuación empresarial, que la humildad se conforma de sencillez, naturalidad,
espontaneidad, autenticidad y sinceridad. Desde nuestra perspectiva compartimos su idea de
que la sinceridad es constituyente de
la humildad (y también su recíproca).
Y es que esta idea de gran complejidad
psicológica, sean cualesquiera sus cimientos con la ética, pone en la pista un
presupuesto denotativo de la humildad. Y es que la sinceridad y la humildad mantienen
entre sí una dialéctica convergente.
No hay duda que sean conceptos yuxtapuestos que se codean. Así podemos notar la
perspectiva que airea el filósofo Jankélévitch: «la sinceridad sin ilusiones es
para el sincero una perpetua lección de modestia; y viceversa la modestia –nos
advierte– favorece el ejercicio de la sincera introspección».[5]
Pero, más aún: cabe decir que la sinceridad no ha tenido
tanta importancia moral como en la ética del filósofo uruguayo don Vaz Ferreira.
Una vez desarrollada su Moral para
intelectuales (1909), en atenciones a diversas profesiones (como sea la del
médico, el abogado, el periodista o el funcionario público), con pasmosa
insistencia quiere aducir que la sinceridad debe formar parte de la moral. La
posición que pudo haber adoptado respecto a la humildad debiéramos alinearla –in oblicuo– en un fundamento emocional y
ético. Ahora que, si hubiera un marco «deontológico» que pretendiese asimilar la
humildad a sus deberes, quizás por profesionalismo, es probable que el sinceramiento
no alcance importantes cotas de reconocimiento laboral (¡porque la humildad no
es un deber!). Es preciso tener muy en claro que citar a este gran filósofo no
es para apaciguarnos por una apelación a la autoridad. Nada más falso.
Simplemente convendría suscitar las «condiciones de posibilidad» de la humildad
(que jamás habría que endiosarla). ¡Ah, pero la pulla de Nietzsche juzga que la
humildad es despreciable! En esa situación, uno puede redargüir que la humildad es una forma de autodeterminación individual y personal. Sin duda, en la
socialización humana (o antrópica) la humildad se nota incluso por vía negativa
sobre todo donde la arrogancia la degrada.
De aquellas ocasiones donde la
soberbia no procura fomentar la humildad, y que con la fuerza moral de la
hipocresía puede persistir, ahí cualquier individuo arrastra una concepción que
podemos tipificar de «individualismo ético»[6].
Con justa razón, José Martí nos advertiría que «el genio no puede salvarse en
la tierra si no asciende a la dicha suprema de la humildad».[7]
Lo que logra repercutir a esa dicha –destacada en la boca del enfoque emic– lleva aparejada invocar a cualidades
de tipo sapiencial en determinadas filosofías de vida. Colocándonos en la
perspectiva de Séneca, por ejemplo, se reconoce que la riqueza de espíritu se
solventa por la tranquilidad. Así se podría decir, en abreviado rigor, que con
la humildad se tienen los goces de la tranquilidad. Esto penetró el emblema
septuagésimo del celebérrimo Theatro
Moral de toda la Philosophia (1672) en cuanto nos dice –sin perjuicio de
sus componentes cristianos– que «nunca pierde el sabio su tranquilidad».
Sea
como quiera, lo que se aquí se puede controvertir es que la humildad llega muy
pronto a tener un peso axiológicamente moral. Cuando este peso moral queda a
merced de un antivalor, como la soberbia, así no hay chance para perfeccionar
la tranquilidad (psicológica) de uno mismo. Cuando el hombre a causa de la
soberbia es falso, deja de orbitar en la simplicidad
(asimismo virtud).
3. Al tomarnos en serio
el postulado de la humildad como radicación en la verdad, la cosa se nos puede
tornar resbaladiza. Y es que aducir tal idea
requiere presuponer –en buena lid– que existe un respeto moral que cada ser humano se debe a sí mismo. Es el respeto
que nos enseña a no licenciar el engaño, o el mal cuyo más indeseable derrotero
se manifiesta –sin perjuicio de lo que contravenga la antipsiquiatría o incluso
la teodicea– en trastornos psicosociales (individuales y colectivos).
Decimos,
pues, que la razón de ser de la humildad brota del sinceramiento con uno mismo
y con los demás.
Consiste esto en lo que Alfonso Reyes suscribe en la lección V de
su Cartilla moral (1944): «la
manifestación de la verdad aparece siempre como una declaración ante el
prójimo, pero es un acto de lealtad para con nosotros mismos». Lo cual sugiere que la humildad posee un valor moral en la medida que realiza
deseablemente entre los hombres lo
que es cada uno; pero importa aún más que manifestándonos como realmente somos
ante los demás implica que somos leales a un grado de autodeterminación
personal. En este quid debiéramos subrayar –siguiendo la lección XII
del mismo Reyes– que «el respeto a la verdad es, al mismo tiempo, la más alta
cualidad moral y la más alta cualidad intelectual». Tal y tan gran cuestión no
es mero halago de la verdad; es más bien, el subsuelo donde se establece el
valor moral de la humildad.
Y aunque filósofos hubo que pensaron que la
humildad coquetea con el imperativo categórico (en cuanto la humildad confirma
interiormente la Ley), no obstante, nos parece que la virtud de la humildad no
está regida por Estatutos (i.e.
heteronomía).
Sería por medio del imperativo
hipotético como se pueden hacer consistir sus alcances morales
(incluyentemente, sociales). Eso tendría un esquema positivo así dicho: «si soy
humilde entonces pasa esto». En semejante formato se alistan cuatro obvias
alternativas: 1) si soy humilde puede pasar esto; 2) si soy humilde no puede
pasar esto; 3) si no soy humilde puede pasar esto; y, 4) si no soy humilde no
puede pasar esto. Pero como no deseamos entregarnos a los rigores de la
formalización lógica –ahora innecesarios–, nos atenemos francamente en
reconocer que uno de los contenidos de la primera alternativa es la veracidad.
Esto es: si verdaderamente soy humilde entonces soy veraz; parejamente, si
alguien es sincero entonces es veraz.
En igual sentido, el valor
moral de la humildad resulta defendible en tanto que determina la veracidad de cada ser humano. Dejamos
fuera de cualquier duda que los vínculos interpersonales encabezados por la
humildad poseen un dictamen meliorativo. Porque al proponer la humildad en ese
estrato comunicativo de nuestra existencia uno es veraz con lo que es. Y es
que, desde luego, la gente que desprecia la humildad evidentemente más temprano
que tarde agravia la vida social.
A todo esto, sumemos que no es necesario ser
un Anthony Robbins para acallar –aunque también para encallar– al «gigante
interior» que se desvive, por vicio competitivo o por ávida ceguera moral, por
hacer imposible ser sinceramente veraz con los demás. Seguramente quien no es
humilde no respeta ni confía en lo que él mismo es. Así, muy cerca de la
veracidad, la humildad le sigue los pasos a aquella virtud social. Como diría el
filósofo colombiano Cayetano Betancur en su obra que no en balde tituló Las virtudes sociales: «la veracidad es
un derecho natural que los demás tienen ante nosotros»[8].
Si bien la humildad requiere de la veracidad en las personas, sin embargo por darse
en cierto sentido hay obligadamente que darle un matiz: y es que aun siendo de
veras humilde moralmente de ahí no se sigue que la humildad respecto de otros
aspectos acontezca verazmente. Ser veraz es algo más que ser humilde. Pero una
y otra, si son auténticas, exigen expresar la verdad. Mientras la humildad de
un individuo no encauce sinceramente la veracidad, estará minando una posición
acorde con las buenas relaciones sociales.
4. Es posible que si la humildad se considera virtud, y que efectivamente alcanza
cotas de reconocimiento axiológico, aun cabe preguntar esto: ¿la humildad es o no es
una garantía de felicidad en el humilde? Bienintencionada pregunta.
Si la
humildad tiene una finalidad ésta podría hacerse consistir bilateralmente.
Digamos que una se ocupa de la humildad como lo que uno es; y la otra se ocupa de la humildad como lo que uno representa. Hemos de pensar a la
humildad como un ingrediente de la felicidad si la auxilia en prevenir los
tumbos de falsedad personal. La felicidad acaso podrá ser un mito (como ha
repiqueteado el filósofo tan disputante don Gustavo Bueno)[9]
pero es cosa ya harto fraudulenta una vez que se le acentúan toques de vanidad.
Porque uno de los resortes de la felicidad –aun con todo el perjuicio de su
equivocidad– es conseguir nuestra autenticidad. Ser como uno es, advirtámoslo,
estructura un dominio de conductas morales: la principal de la cual es aceptarse (aun con la denuncia
agustiniana que rezaba: Nec ego ipse
capio totum quod sum).
El coraje de la humildad rebosa en el conocido
apotegma «atrévete a ser quien eres». Sin embargo, en el fondo, la aceptación
de uno mismo no se agota en una sola forma de la «personalidad». Si a ese juicio
se le aventara la dinamita del existencialismo sartreano, permitiéndonos
transitar de la ética a la ontología, podemos admitir que el ser-en-sí dispone
de su libertad para no ser humilde, mientras que el ser-para-otro puede hacer
fracasar toda alternativa de humildad, en cuanto que cada ser (o
autoconciencia) es capaz de convertirse en un objeto del para-sí aun cuando el
otro sea aparente (v.g. soberbio) a
los ojos de ese para-sí. Pero dejemos esta mera insinuación a los fenomenólogos
más avezados...
En cuanto a la finalidad que
decíamos, ¿acaso la humildad de veras asiste a la felicidad? Fundándonos en no
confundir la humildad con la mala conciencia, el remordimiento o con la
vergüenza, para comprender aquella relación debiéramos reconocer que la
humildad custodia lo que cada uno es (potencial o actualmente). Sobre este
saber acontece una valoración cuyo fin inmediato es dar un valor a eso que
sabemos verazmente de nosotros mismos. He ahí una autodeterminación nada
despreciable. Se desenvuelve como uno de nuestros bienes subjetivos sobre todo de un modo en que nos despoja de
ilusiones sobre uno mismo. Por esta razón, la humildad presta ayuda positiva a
la felicidad sin confundirse efectivamente con ella. El supuesto de felicidad
querrá interesarse por la humildad una vez que ésta sea funcional en aquél. Aun
cuando la humildad penda de un «principio de la felicidad» no es dable deducir
que todo humilde sea feliz o viceversa.
Simplemente lo anterior pretende indicar que la
humildad, una vez definida como virtud social implicada con la
verdad, posee en ejercicio o en representación partes de harto interés
para la «eudemonología». A este respecto, se pueden temperar las expectativas
morales de la humildad salvaguardando el valor social de su experiencia. Sea
como sea, en tesis general, la cuestión es que la humildad no resulta
indiferente a la felicidad, &c.
5. Concluyamos: todo lo anterior convendría
conectarlo explícitamente con la meta de una «comunidad crítica» (sea cual sea
su soporte ideológico no silenciemos una voz similar en J. D. Perón cuando
habló de una «comunidad organizada»). Digamos que si se desea tal comunidad
haría muy mal olvidar el punto de vista de las virtudes sociales. Porque hay
aspiraciones fijas, anhelos de bienestar; existe una filosofía moral que las
reflexiona infatigablemente, pero si no se ejercitan
moralmente las virtudes de esa comunidad, siempre de los siempre quedará lejos
de la benévola acción. Esa situación
es muy problemática.
Desvirtuar la humildad, que es un acto ya de por sí
desternillante respecto de la idea de Hombre, dejándola en la visión harto
unívoca y monotemática de bajeza humana, es un asunto que no sería pertinente
determinar con la vara del cinismo moral. ¿Es que acaso no convendría propugnar
por la humildad, en medio de tantísimo desbarajuste moral, a sabiendas de que
su pauta principal implica la verdad
como fundamento? Esta pregunta hallará motivos de reflexión filosófica una vez que se
retomen las preciosuras interpersonales de la sinceridad y de otras virtudes
hoy más que nunca añoradas en nuestras «sociedades líquidas».
Así pues, como he intentado mostrar, si la humildad nos fuere ajena a
nuestro espacio antropológico de convivencia (privada o pública), está en
nuestros actos la posibilidad para resignificar su valor, para con ello criticar las posturas que orquestan la presuposición de que «uno tiene que ser humilde». Es cuanto. □
[1] Servirá advertir
que esta distinción (que no es disyuntiva) entre ambientes morales y ambientes
éticos la hemos tomado del libro Sobre la
bondad (Paidós, Barcelona, 2002) del filósofo S. Blackburn.
[2] Apud León-Dufour, X.
et al., Vocabulaire de théologie biblique,
art. «Humilité», Du Cerf, Paris, 1971, p. 555.
[3] Comte-Sponville,
A., Pequeño tratado de las grandes
virtudes, Andrés Bello, España, 1997, p. 10.
[4] Yarce, J., El poder de los valores, Ediciones Ruz /
Instituto Latinoamericano de Liderazgo, México, 2005, p. 132.
[5] Jankélévitch,
V., Tratado de las virtudes, II, 1,
cap. 4. Citado en Comte-Sponville, A., op.
cit., p. 149.
[6] Para no dejar vagamente
referido este concepto, cfr.: Lukes, S., El individualismo, Península, Barcelona,
1975, pp. 125-132.
[7] Martí, J., Aforismos, Centro de Estudios Martianos,
La Habana, 2011, p. 193.
[8] Betancur, C., Las virtudes sociales, Colegio Máximo de
las Academias de Colombia, Bogotá, 1964, p. 24 (en la edición digital).
[9] Cf. Bueno, G., El mito de la felicidad, Ediciones B, Barcelona,
2005.