ESTÉTICA DEL LLANTO [1]
I.
Si
he de realizar aquí una «comparecencia estética» conviene precisar indicativa y
cordialmente cómo ha de constituirse la metodología (crítica o no) que hilvana
el cauce fundamental de mi disquisición estética. La faena estética que
intentaré plantear se conforma principalísimamente por la huella de una «experiencia estética», que, por los «valores
estéticos» que puede revestir, está, digámoslo así, en una coyuntura notable
para mí. En mi comparecencia confluyen categorías de distinto orden que una vez
conjuntas, no obstante, prefiguran un híbrido más dado a una adjetiva
arbitrariedad que a una sustantiva claridad. Por su mixtura conviene advertir
que no es una crónica, ni un anecdotario, ni una descripción; mucho menos, una
confesión; y, muchísimo menos, una demostración. Por su formato, tampoco
quisiera abrir una narración solidaria de una diatíposis ni tampoco entreabrir la usanza de una moldura
fenomenológica para estudiar el fenómeno del llanto, &c.
Las justificaciones teóricas que «forran» mi comparecencia
no pretenden engastarse en tropologías que decreten, bien o mal, el perseguible
fin de un esteta disuasivo. Mas, sería «disgustante» representar una
experiencia estética —sin perjuicio de contravenir a literarias
intencionalidades— sin una mínima, aunque modestísima, exaltación poética. Sin
ésta, osaría en dar una anémica comparecencia. En cuanto al finis operantis, busco directamente apreciar,
ostentándolo animosamente, el «valor estético» (que no artístico) del llanto. La cuestión por eso es esta: «develar»
la importancia estética del llanto.
Haber concebido el llanto como una «experiencia
estética» intenta prescindir, desde el principio, de una interpretación
psicologista aun cuando la yuxtaponga indefinidamente. Y si supone, a pesar de
ello, que la interpretación será acogida, a veces, por simplificaciones
existencialistas, quiero debidamente indicar que no es reductible a un mero estado afectivo. Justo es decir ahora
que el referente fundamental humano del llanto he sido yo. En el «contexto
lacrimoso» con que «desplegué» mi llanto, fue menester para mí retener de él lo
inmaculado, lo digno, lo valioso, lo memorable. La idea de desembrollar el
llanto ciertamente ocurre una vez consumado el «efecto lacrimoso». ¡Pero créame,
benévolo profesor, que mi spoudaios, que es por antonomasia un esfuerzo
superior al físico, ha batallado no poco por conquistar la ratio essendi del llanto en su sostenimiento estético!

II.
La
potestad estética del llanto en su dimensión poética ha caído —según creo— bajo
el dominio de la elegía. El «estilo elegiaco»
(por tanto, literario) vindica el portento atribuible al llanto. Por añadidura,
al lamento acoge como su insignia (simbólica). Todo su lirismo perpetúa vivientemente
un tipo de fidelidad lacrimosa. Parejamente a su temática, la musicalización
del lamento del llanto, que bien puede identificarse en algunas composiciones
como Stabat Mater,[2] está correlacionada con la
«estética funeraria» que, por ejemplo, la hay propiamente en el Réquiem cristiano (considerando, también,
la tanatopraxia cristiana). En el caso religioso, compete a la teología
dogmática aducir si la expresión Eli, eli,
Lama Sabactani[3] fue la primera lamentación
cristiana [...] Por lo demás, sé que la prolijidad del lamento ha recorrido sendas
aproximaciones: psicológica, teológica, filosófica, &c. Y en todo punto los
casos en que se conformó en «material artístico» quedaron obstados por la
estigmatización de un trasfondo pesimista.
III.
En
cuanto en el llanto pueden homogenizarse (u homologarse) distintas «pasiones»,
no se engañe nadie pensando que en la ocasión de su lamentación vio pasar a
todas. Pásome que las impresiones recibidas en mi llanto no constituían,
digámoslo así, un adorno de
determinada angustia. Si el llanto
encarna un suplicio adherido a una angustia mi temor hubiera sido integérrimo. Antes
bien, con toda la suposición anímica de dolor, la sensación inmediata confería
importancia a una qualitas occulta
del llanto. El principio del llanto
pudiere ser la suscitación de una pasión que procrea sensiblemente una catarsis (en un sentido lato). La
realización terapéutica de esto es secundaria al apasionamiento conque existe.
Porque estar «poseído» por tal y tan sugestiva pasión, aviva la percepción de
un «goce negativo». ¡Y con qué potestad lo hace! Seriamente esta negatividad es
trascendental, pues emerge de la pureza de una experiencia trágica. Mas también
en ésta, la decepción porta en
provecho suyo la «aesthesis del
llanto» bien porque los tumbos de la decepción tienden a recubrir los del
lamento plañidero, bien porque los entredichos de la decepción necesitan
derrumbar un encanto de la vida, &c.
Así pues, la faceta trágica del llanto como «goce
negativo» arrasa con toda contención o resistencia optimista; tanto que, nulifica
en su jadeo cualquier evocación de «placer positivo». El agente trágico del
llanto hace del dramatis personae
algo que dispara verdadero dolor existencial. Con la vehemencia del llanto
actuando se hace imprevisible saber cuándo sus peligros se hallaran sofocando a
quien llora [...] Creo que a muchos convencería
diciendo que el ímpetu del llanto fragua perfectamente una profunda
conmoción de las vísceras: el apretujamiento estomacal, el esfuerzo
respiratorio, el pasmoso temblor corpóreo, el sobrecogimiento babeante, la
cadencia gimiente, el encadenamiento de suspiros, el desaliño cardiaco, el
patente titubeo, el pulso descorazonado, las intensas exhalaciones, la
sofocación ingobernable, el aliento desesperante, el ahogo compungido, los
inacabables sollozos, el agitado parpadeo, el discretísimo alarido, &c. La
somatización del llanto, sin duda, dibuja la indocilidad del dolor. En todo, y
con todo, la entrañable intransigencia del llanto llega batiendo la «concordia
orgánica» (o fisiológica) del cuerpo. Y por la experiencia del llanto,
ordinariamente pienso que éste es «ubicuo» en todo el cuerpo. El rigor y vigor contristante
del llanto cunde contra toda la parsimonia de aquél. Además la extenuación
lacrimosa se extiende por los espasmos (episódicos) cuando en su momento se
extralimita un «catalizador plañidero». Y más cuando la lamentación mociona
toda la experiencia subjetiva de quien llora. Y cuando se llora el «microdiluvio
oftálmico» alcanza a dar un gozne icónico
de la melancólica lamentación. Así el llanto «acecha» un estadio estético de la vida infestada por esperanzas. ¡Que las
lágrimas untan el ínclito vaivén del llanto! Pero el refinado estremecimiento
del llanto implica que los sollozos puedan hacernos arribar —adrede— a las
dolientes singularidades del llamado (leibnizianamente) mejor de los mundos
posibles.
El llanto, sin embargo, suele quedar sesgado ante
cuitas que convierten a éstas en su mismísimo principio. Aunque la percepción
del llanto resguarda la avidez efectiva de desdichas (ya sean amatorias), no
obstante, a veces, el cuitado por su sufrimiento quiere excusar todo beneficio
estético recibido. Paréceme que el momentum
del llanto despliega en sí un «éxtasis» que en razón de su ímpetu arroba una
ignición impasible (explícitamente manifiesta en las muecas que nacen de la
mirada del que llora). La conmoción propia del llanto, no de paso, resultó
darme una hiperestesia que es de una difícil «metabolización». Así quedé,
digamos, verosímilmente atragantado. Pero la prolijidad anímica (por esto,
estética) inmediatamente notoria al llanto cunde con una conspicua forma de
sentirse vivo [...] Si esto se admite, los «ideales supremos» del llanto, antes
de procurar una pretendida metanoia,[4]
exaltan vivísimamente la agonía del homo
lacrimens.[5] En tanto, en esta dimensión
agónica está el quid, la clave, el porqué del llanto. En efecto: a uno le impele
sobremanera esta potencia agónica cuando en sus entrañas siente el indómito poder
del llanto. Y por esto no puede apaciguarnos nada en el momento agónico del
verdaderísimo llanto. Uno padece en el clímax
del llanto la vivencia patética que
da hartísimo temblor derramando lágrimas. Nada en todo nuestro cuerpo queda
indemne; todo queda desfondado, en duelo, incubado en la reinvención subjetiva.
El jadeo que secunda al llanto «inflama» como puede la agonía. Y en ésta, gemebundo,
quedé interpelado. Aprecio por ello que gimiendo sentimos la agonía. El
ensimismamiento aflictivo de la agonía tiene en estado germinal una metanoia diminuta (no necesariamente religiosa).
Y aquí se ampara una «gracia» nada desdeñable que mantiene en «suspensión» el
momentáneo, pero agónico modus vivendi lacrimoso. Este modo de estar
condensa, por su sentido estético general, un cometido estético en el que la
experiencia lacrimosa está expectante de un goce
negativo (psicológico-estético).
IV.
¡Cuánto
desearía haber podido extender la calidad
de mi llanto por más tiempo! Cabe reservarse el anhelo de imprecar las
condiciones de posibilidad del llanto. Porque la misérrima duración del llanto
parece poseer una duración de tipo orgásmica, si uno se esfuerza
voluntariamente por semejante llanto, no obtiene uno «genuino», dado que la
espontaneidad infunde vivencia auténtica que no tolera simulacros figurados
bajo la tutela de la voluntad. Es despreciable, por eso, aquel llanto cuyo afán
tiene prisa por «soltar» determinado acicalamiento catártico (si se quiere,
terapéutico). Pues lo que encauza el llanto es una oportunidad sublime. Ésta, en su ocasión, insta «efectos» cuyo
desdoblamiento acaba por convertir la pasión del llanto en una magnífica experiencia
de placer negativo. Y esta trama, por ello, no hace del llanto un mero
sucedáneo pesimista (al menos, al modo de Cioran). Así uno llora como
ondulando, como oscilando en una algarabía interna (del «fuero subjetivo»)
azogado por unas pautas que «desnudan» a inesperadas (mas sabidas) miserias.
Cuando lloré solitariamente un asomo se abrió obscuro al inaudito umbral
agónico. Acaso ceñidos a aprehender una reminiscencia agónica, los sollozos
cada vez haciendo indiciosa la agonía, alcanzaban por sí mismos la descrecencia
del lacrimable ardid.
De todo lo cual se puede entrever que el llanto
«unifica» oportunísimamente valores estéticos negativos. El llanto, en cuanto a
su valor estético, es una fuente de «goce negativo». Pero, aunque por su
composición esta proposición reduplicativa tenga per se un horizonte de explicación, es preferible saber que el
llanto indudablemente no se agota en ser sólo el soporte (fenoménico) de
valores estéticos. Como puede haber equívocos en el llanto, considerar si
existe tal cosa como un «cierre estético» sería «victimizar» más los conceptos
que distinguir las experiencias. Por esto no he querido «extorsionar» su
trasfondo nostálgico (que de suyo fue el sentimiento subjetivo que motivó como razón determinante mi afección
plañidera).
V.
La
protagónica nostalgia que existe detrás del gimoteo revela que, siendo el
llanto una experiencia excepcional, puede determinar (o forjar) un estigma sobre el llanto. La «epifanía
lacrimosa» encarna tan potentemente el conjuro de una vivencia estética. El
trémulo refugio del llanto tantas veces podría satisfacer un dolor inefable,
consagrado —creo yo— para condescender negativamente a la experiencia
nostálgica. Con el propósito doliente, el patente titubeo que en el llanto
pende inenarrable yergue un sufrimiento afónico. Ya como «reminiscencia agónica»,
desde que se empieza a llorar la nostalgia increíblemente excede una dilatación
mnemónica. Las zozobras que brotan de la nostalgia plañidera sobreponen
imaginaciones cuyo lucimiento no está vencido, sino que apenas se encuentran
secundando el propio estertor lacrimoso. Con la singular eyección de lágrimas,
llegada la agonía, zozobrar se vuelve un prodigio intencional del llanto. La
anagnórisis lacrimosa jamás descuida una osadía de la que la angustia bien
agravia. Algo, cediendo a ser llorado, a menos que se reniegue, nunca en vano
prosigue nostálgicamente; a lo que se esfuerza en presentar, aun con
desconsolación, en una intermisión avenida al suspiro plañidero. Pues entretanto,
el llanto asume que presume todo lo que consume. Tal es que este modo apoca a la
agonía.
La emergencia trágica del llanto, por si no fuera una
lid nostálgica, desinhibe los barruntos anestésicos de la vivencia humana. A no
ser tantos los signos el llanto derrumba una monótona quietud anestésica. El
llanto remedía un estado anestésico aun cuando la «cuota» implicada sea siempre
un dejo de dolor. Despojar al hombre de estas sensaciones lo dejaría misérrimo
en una exuberante desproporción anímico-sensitiva. La vivificación nostálgica
suele engastarse favorablemente de lágrimas, y cuando éstas se adueñan de una
eminente evocación de suyo avivan la situación agónica del llanto, quedándose
de ese modo suscrito en el «alma» un estigma (lacrimoso). Pues es así: la
faceta trágicamente nostálgica del llanto fundó un estigma en mí ya imborrable ex toto corde. Pero la estigmatización
lacrimosa en absoluto quiere significar invención mía. ¡Por eso la «materia» de
mi llanto fue de todo en todo sutilísima! Y menos que nadie padecí su purísima
incomodidad sin eximirme de nutrir un afán suicida. Sobre todo porque el llanto
«hincha» la pulsión estética de la muerte, en el buen sentido de que asume una
implacable prestancia pesimista: en el llanto espejea transitoriamente el
precipicio agónico (por eso detiene un absorto suspenso que desploma los muros
del óptimo placer positivo). Haber sentido esta suspensiva experiencia aniquiló
el rejuego de vivencias cotidianamente monótonas. Y sólo por tantear una
expedición nostálgica disolví el infecundo principio de la monotonía anímica. Tan
verosímilmente después de cada llanto de refina la «experiencia estética»
porque en el llanto la percepción sublimemente se «purga». Sentir como
«experiencia poética» (por tanto, estética) el llanto, excelentísimamente torna
redivivo el magisterio estético de la humana experiencia sensible. Pienso,
pues, que si se quiere apresar biográficamente, o, en suma si se quiere
«momificar» una angustia, es menester no abandonar un «hábito poético» como el
llanto.
VI.
Ha
de saberse que el «conjuro lacrimoso» domeña inclusive las experiencias místicas. Se dice que los místicos llegaban a llorar
en su experiencia mística (acaso hiperestésica). En dicha experiencia la «destilación»
de dolor resulta ser la caricia de lo divino, el toque de lo sagrado, el
contacto con Dios, &c. Y si un
meollo cristiano considera que son bienaventurados los que lloran,[6]
¡cuán embebidos de bienaventuranza serán los que vivan una acomodaticia
consolación! Mas yo no lloraba por un arrobamiento místico. Jamás presentía una
mea culpa relevante sólo para la «gloria»
como estética teológica.[7] Por
ello, la disposición lacrimosa que refiero no es una chance distraída de unio mystica o algo con tal cualidad.
Aun cuando desnudarse de las «trabas espirituales» necesitaría desapegarse de
aquella oportunidad que Máximo el Confesor llamó la «divina oscuridad»,[8] un
paso más en este contraste y la eminencia
estética del llanto pisaría los cauces de otro género de reflexión. Lo mismo de
la coyuntura mística que forma una caracterología (mejor aún: una
sintomatología) del llanto cual sublime arrobamiento divino. Más vale socavar
que el «trance plañidero» se constituye en una práctica independientemente de
su fidelidad mística. Cabe ser muy finos frente a la consideración agónica del
llanto sin perjuicio de que, a la vez, adquiera un valor calificado de místico.
La conducencia final del llanto, bien o mal, se adscribe a un género de
«situaciones vitales»[9]
que afectan (o influyen) la condición perceptiva. Y al propio tiempo, por lo
mismo, la experiencia de lo vivido [...] El aprovechamiento estético de su
existencia, respectivamente, busca resarcir el torpísimo afán que priva el
desenvolvimiento «natural» del llanto.
Ya adjudicado el primor trascendental del llanto mucho
podría resonar aquí la titularidad jaspersiana del llanto como «situación
límite». Tal afirmación supondría que se reciproca este su significado
(conceptual) con la condición propiamente lacrimosa. Conque el que vive el
llanto, no sólo le hace agónico su momento el llanto, sino también su riesgo le
lleva a situarse en un «límite existencial». ¡Válgame la analogía si inducimos
que el llanto exonera una metanoia diminuta! La magnificente qualitas occulta que insinué paréceme
ajustarse a este límite que conlleva el llanto. Con la posible compatibilidad
mística en el llanto, el afiligranado «contorno espiritual» de éste está bien
conformado para azuzar un circunspecto miramiento pesimista. Éste es el que
está implícitamente presente en el lloriqueo agónico. Pero ya que no basta
admitir como garante un trágico pesimismo, sí bastaría decantar la «sapiencia
lacrimosa». Inclusivamente, Unamuno en escrito y en vida notó que vale la pena
llorar: «¡Sí, hay que saber llorar! Y acaso ésta es la sabiduría suprema.»[10]
VII.
Por
otra parte, es cierto que el pudor —posible
subterfugio de no pocos místicos— ha orientado que el llanto de cara al público
resulte impracticable; en cambio, de cara a la soledad ha podido explayarse complacientemente. Es que el asalto de
la vergüenza priva de su cómoda expresión en vivo. ¡Cuán admirable es que haya
vivido el llanto estando yo solo! La auténtica
expresión del llanto sólo puede retratarse en la intimidad del homo lacrimens. ¿Quién acaso quisiera el
imperativo categórico de testimoniar una especie de delirio gemebundo sabiendo que
su expiación desagradaría a cualquiera? La endopatía
(en un sentido estético) del llanto aquí podría determinar, sin secreto alguno,
que la animación de la sensibilidad lacrimosa pende de una percepción primaria
sentimental. Cada cual, viéndome poseído por una gemidora agonía, podría
contemplar un fenómeno que consciente o inconscientemente desataría en él una
profunda «participación afectiva» en el dolor de otro. Y ante esto el «contagio
estético» depondría perfectamente una proyección plañidera. En este sentido, estar
receptivo a las representaciones lacrimosas viene, quizá, de una simpatía por las lamentaciones del
llanto. ¡Hay que saber que cuando el llanto aflora hace que lacrimar preserve
todo «encuentro furtivo» con una veta jamás inerte como la agonía!
VIII.
Admirablemente
supondría que una sobria abreviatura del llanto podría externarse como maximum in minimum. Y como creyera yo,
todo lo máximo que a uno lo salpica el llanto viene por vía doliente, que es,
ya ponderado el momento agónico, la mínima exigencia para presenciar
sensiblemente en uno mismo un «goce negativo». Especificar este tipo de goce
implicaría sutilizar, por poner un caso, las determinaciones placenteras que
presenta un sadomasoquista en su experiencia sexual. Mas quiero indicar que
aquí se entendió por tal concepto estético nada distinto de una especie de
placer planteado sin el carácter positivo de otros goces (porque contraria sunt circa eadem). Digo, con
todo, que el llanto supone un capítulo especialísimo de la «vivencia estética».
Y mí me tocó constatar con la comparecencia esta verdad.
[Nota: este texto fue escrito en diciembre de 2013 y se ha pasado a este blog sin modificación alguna]
[1] El sintagma «Estética del llanto»
ciertísimamente presupone una estética genitiva (v.gr. estética de la arquitectura, estética de la comida, estética de la música, &c.) en la que el
concepto-sujeto —estética— podría ofrecer advertida equivocidad (o polisemia).
Por ello conviene precisar que el uso dado aquí es en su sentido lato (extensivo). Esto determina qué
significación pueda tener su complemento determinativo si la acepción se
modula, tomado muy ampliamente, como la doctrina que Baumgarten concibió para
el conocimiento sensitivo.
[2] Por supuesto que consideraría
definitivamente la memoriosa Symphony of
Sorrowful Songs (1976) de Henryk Górecki.
[3] Mt. 27:46.
[4] Un converso contemporáneo como Giovanni Papini escribió en su Historia de Cristo el sentido cristiano
de la metanoia avenida al llanto. Díjolo así: «Los afligidos, los lacrimosos,
los que sienten asco de sí mismos y compasión del mundo y no viven en la ebria
y supina estupidez de la vida corriente y lloran la infelicidad propia y la de
sus hermanos, y lloran los esfuerzos fallidos y la guerra que retrasa la
victoria de la luz [...], y lloran la lejanía de ese bien infinitas veces
soñado, infinitas veces prometido, y sin embargo, por culpa nuestra y de todos,
cada vez más lejano; los que lloran las ofensas recibidas, sin aumentar los
afanes con las venganzas, y lloran el mal que han hecho y el bien que hubieran
podido hacer y no han hecho; los que no se desesperan por haber perdido el
tesoro visible, sino que ansían los tesoros invisibles; los que así lloran,
apresuran con las lágrimas la conversión, y es justo que un día sean
consolados» (Porrúa, Sepan cuantos..., núm. 424, México, 1997, p. 42).
[5] Este neologismo, acuñado para
extender el alcance de mi vivencia, connota literalmente al “hombre que llora”.
[6] Cfr. Mat. 5:4.
[7] Vid. Von Balthasar, Hans U. Gloria,
una estética teológica, Encuentro, Madrid, 1988.
[8] Cfr. Graef, H., Historia de
la Mística, Herder, Barcelona, 1970, p. 154.
[10] Unamuno, M., Del sentimiento trágico de la vida, Porrúa, Sepan cuantos..., núm.
402, México, 2003, p. 14.
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