viernes, 24 de noviembre de 2017

Vestido oscuro

Han salido muchas líneas de las cuales tú eres causa. Ni siquiera hemos platicado. 
A decir verdad, a un conjunto de esas líneas me atreví a llamarle canción. Ni siquiera sé si te imaginas que yo estaría pensándote.
Meditando sin tanto esfuerzo, la sugerencia de que he querido más a las idealizaciones que a seres concretos me ha susurrado en el pensamiento más de una vez. Por ahora eres idealización.
Nada impide suponer que puedes encajar con aquella idealización. Pero estoy seguro que eso nunca lo sabré. 
Comparto tu tristeza atrincherada al ser, y apostaría que sería de nuestro agrado tirarnos a la oscuridad, compartiendo alguna canción con buenas capas de sonido, guitarra con reverb, y con una batería que nos diera ritmo para besarnos.
Por generalización, puedo argüir que el frío me hace pensar en abrazarte; así le pasa a otros humanos, y pertenezco a esa comunidad. La verdad podría ser otra, pero la única manera que conozco, y que me sería confiable, es que el hecho haga verdadera a la proposición. Cuando tú estés junto a mí, tendré esa verdad. Pero estoy seguro que eso nunca lo sabré. 

M. Téllez.





lunes, 20 de noviembre de 2017

La teoría de la cuerda floja

Despiertas en algún momento. Te dijeron que tienes que cumplir con obligaciones: ir a la escuela, sacar 10 en las materias, no ver la TV de cerca, comer con los cubiertos, no eructar, no hablar mientras dos adultos están platicando, no correr como desquiciado, no comer tantos dulces porque se te picarán los dientes y, en dos palabras, portarte bien. 
El tiempo transcurre y la inquietud es inevitable: se te picarán los dientes, usarás lentes, te dará risa algún eructo bastante sonoro y, en definitiva, podrías preguntarte si te has comportado bien. 
Luego hay que conseguir lo que en este mundo paga lo que se requiere para vivir: dinero. Los consejos de mamá o papá ya no serán tan útiles: tienes que hacer por un puesto, o conocer a algún conocido para que te brinde un empleo y trabajar en la empresa familiar. Da igual, sin duda algunos padecerán más por no tener lazos familiares en los negocios -así sean fraudulentos o no tan prometedores de riqueza-, pero al final estarás entrando en este nuevo juego: entenderás porqué se añoran los viernes y porqué el lunes ha pasado a ser el día maldito. 
Desde que despertaste, has estado en una cuerda floja. Por momentos tuviste nervios, dudas y asuntos por el estilo, pero seguías: equivale a tener alguna piedrita metida en el zapato caminando en la cuerda floja, pero después te acostumbras a ella, o a lo mejor se escondió en algún resquicio del interior del zapato. No es relevante: sigues en la cuerda, andando. 
El agotamiento mental, que implica creencias, miedos, dudas profundas y demás, es lo que te hará darte cuenta de la cuerda floja: si intentas salirte es casi seguro que caigas, y no sabes qué hay una vez que vueles por el aire: no sabes si podrás reincorporarte a la cuerda, o si morirás, o si estarás en una especie de "limbo". No hay pasos atrás, el estado mental que antes te hizo andar ya nunca lo podrás recuperar, nunca somos los mismos en este aspecto. Pero si sucumbes ante la duda, la caída es inevitable. No hay tiendas donde vendan razones para seguir, sólo hay teléfonos inteligentes y boletos para el stand up. La salida obvia es dejar esas dudas profundas, tal vez Aristóteles tenía razón: algunos tienen naturaleza de esclavo. Sigue en la cuerda porque así es la naturaleza, así es el mundo.

M. Téllez. 



sábado, 18 de noviembre de 2017

Al principio

Me deslizo en silencio para no causar ruido en este ambiente ni tirar algún recuerdo. Si algo cae al suelo, dolerá y recordaré. Si me muevo deprisa, provocaré sonidos que me harán pensar en algo relacionado contigo. 
Al principio fue así, cautela e intentar evitar todo movimiento brusco. Pero un ser humano no resiste durante tanto tiempo las leyes que se da a sí mismo, somos animales, no dioses. La debilidad de la voluntad existe, y no tendríamos porqué negarlo ni asustarnos. Claro, una cosa es una debilidad en algún momento y la otra ni siquiera esforzarse, pero eso es otro asunto.
Decidí entrar a la habitación y comenzar a saltar, arrojar todo objeto que me hiciera recordar, abalanzarme contra los recuerdos: que me envuelvan, que quiero odiarlos y matarlos. 
¿Por qué quise ser cauteloso? Una vez le confesé a un cuerpo que llegada la mayoría de edad, encontré absurdo querer humillar a los recuerdos y a quienes fueron causas de ellos. "Es que eres un caballero", me dijo. Lo dudo, pensé. Aunque uno no dice siempre lo que piensa, y yo no lo hice frente a ese cuerpo: gran decisión, me lo agradecí después de un encuentro. Pero eso es otro asunto.
Las ganas de estrujar del cuello a los recuerdos y sentir su último aliento siguen latentes. Se me ocurrió que por extensión, primero tendría que terminar contigo. Pero el hecho de encontrarte me quita fuerzas y causa pereza, así que decidí ni siquiera pensar en si el argumento por extensión era verdadero: seguro que puedo recurrir a otros métodos para hallar la verdad de otras razones donde tú no seas variable.  
En poco tiempo noté que aunque hiciera alboroto en el cuarto, los recuerdos ya no caían, y si caían, no causaban daño. Aún así tengo ganas de aniquilarlos. Sé que este es el estadio que versa acerca de una especie de capricho por querer ver el daño que puedo causar, especialmente si se trata de llegar a la consecuencia insalvable de quitar existencia. Considero que, una vez dominada esta habilidad, podría ser más fácil detectar qué recuerdos de verdad merecen morir, o si tiene sentido que alguno sobreviva. 

M. Téllez.





sábado, 11 de noviembre de 2017

Calaverita al rector Gilberto Herrera Ruiz



Una calaverita para no perder la tradición,
con respeto y afecto para el doctor Gilberto Herrera Ruíz.

Por Pedro Ramírez Olvera*



EN LA PUERTA ESTÁ LA FLACA A LA SALIDA DEL RECTOR

1 La Catrina aquí en la (UAQ) cada-año se echa su vuelta, la otra vez salió llorando por poquito y ni la cuenta, de la lista que traía a muy pocos encontró, ojerosa y sin color tuvo que apretar la dieta.



2 Al doctor Gilberto Herrera la huesuda anda buscando, bien bañada y maquillada por aquí se anda paseando.



3 Fue entre tanta algarabía de debates y consensos tovia´-ni acababa el día en que se entregaba el puesto.



4 Ya la flaca le había puesto hora y fecha de salida al doctor Gilberto Herrera junto con su comitiva.



5 Iba el pobre a la carrera como ya era de costumbre atravesando la explanada que se encuentra en Rectoría.



6 Ora´ que se había peinado y engrasado los zapatos cuando todos le aplaudían y gritaban ¡Viva Herrera!



7 Entre tanto y tanto abrazo con honor le agradecían, tanto que apoyo a los chavos de la Facultad de Ingeniería.



8 La bancada del gobierno ya le había echado el ojo, pos´ Gilberto saben bien, que trabaja y gana el voto.



9 Ya ni alianzas ni reformas ora sí ni que decir, la delgada andaba hambrienta y Gilberto iba a salir.



10 Otros ya se habían formado pa´ ocupar la Rectoría, la huesuda no taruga aprovecho ese mero día.



11 Que lo agarra y que lo envuelve, y que lo echa en un costal, cascorbeando y empinada se cargó a Herrera pa´-tras´.



12 Bien contenta iba la flaca agarró por todo el Real, polvadera que llevaba ya quería pronto llegar, ya la olla estaba puesta pa´ ponerlo a remojar.



13 Dicen que hay por Santa Rosa hasta una hernia le salió, de subida y con costal, y que nadie le ayudó.



14 Dos hervores le costaron pa´ que pudiera ablandar, pues Gilberto iba tenso, no sabía onde´-iba llegar.



15 Orasi´ perdió la dieta la calaca de la UAQ, le alcanzó hasta pa´ cecina y pa´ volver a calentar.



16 Los alumnos y maestros que le vimos trabajar con “verdad y con honor” como marca el lema UAQ, recordamos y agregamos que Gilberto es 100% (UAQ).


17 La huesuda se despide, prometió pronto volver, hoy Gilberto fue el motivo de sentarse a componer.





* Alumno de la Facultad de Filosofía de la UAQ, estudiante del 5° semestre de la Licenciatura en Historia.


Contacto: petrus_514@hotmail514514hotmail.com


viernes, 20 de octubre de 2017

Reseña de "Algo más sobre José Gaos, por Emilio Uranga"


Emilio, Uranga, Algo más sobre José Gaos. Advertencia, edición y selección de Adolfo Castañón. Ciudad de México: El Colegio de México, 2016, 174 pp.



Ramsés Jabín Oviedo Pérez

Universidad Autónoma de Querétaro




La figura de José Gaos resuena por todos lados. Lejos de ser una sombra de la filosofía contemporánea, se trata de una presencia prismática que está asociada al exilio de intelectuales españoles en México. Y muy a su modo, fue un autor que formó parte del paisaje intelectual del México de siglo XX. Dada la importancia de Gaos en la formulación de un pensamiento crítico mexicano no es de extrañarse que esta obra pretenda abordar algo más de él. Bajo el gesto de una revisión este libro entra con plena justificación al tópico de la recepción de Gaos en México. En este contexto, Algo más sobre Gaos toma en cuenta los artículos y ensayos de Emilio Uranga, de este filósofo en cierta medida intempestivo, que eligió conscientemente arrinconarse a filosofar a su modo, en permanente polémica con la situación moderna de la filosofía.



Por ello, la publicación de este texto viene a ser una significativa recuperación de Gaos escrita por el filósofo que según el propio Gaos fue “el gran filósofo de México”. Como dice Castañón al hablar de Uranga: “[él] es un raro, una inteligencia indómita e inclasificable” (p. 18). La polémica, su radicalidad, la despreocupación por los protagonismos académicos, hacen de Uranga una figura ciertamente interesante. ¿No es acaso un filósofo que participó en la crítica tan demandada de la idea de “mexicanidad”? Su apertura al tema de la ontología del mexicano, desde luego, se distanció de los enfoques idealistas o culturistas. Su filosofar estableció como pauta a la existencia como accidente (Vieyra, 2007). Visto así, el almanaque de artículos y ensayos que constituyen este libro recobran una voz crítica y, hasta cierto punto, vedada en las interpretaciones usuales en los historiadores de las ideas en México.

El libro se divide en tres partes: una larga advertencia de Adolfo Castañón, la serie de textos de Uranga y finalmente una rica bibliohemerografía de Uranga. Por decirlo así, la parte más jugosa es la segunda. En realidad, son partes orgánicas. Los escritos uranguianos abarcan un período de escritura del año de 1949 hasta 1983. Recuérdese que José Gaos murió el 10 de junio de 1969. Hay aquí un período que revela no sólo los diferentes intereses del propio Uranga sino también –y es de suma importancia– una interpretación de la forma como se asimiló en México la filosofía de Martín Heidegger. Es un punto interesante. Porque pone de manifiesto cómo se presentó su influencia en el grupo de Gaos.

Ahora bien, los textos que componen la obra rescatan la profunda influencia que tuvo Heidegger. El primer artículo “Filósofos y profesores de filosofía” cuestiona el modo de ejercer la filosofía. Uranga señala algunas diferencias del profesor de filosofía y el filósofo: el profesor de filosofía salva a sus alumnos, no se expone, pero el filósofo vive en zozobra, de cara “al coeficiente de responsabilidad” con que asume su papel (p. 28). En el artículo “Dos existencialismos” Uranga busca diferenciar, sin perder de vista la interpretación de Gaos, las filosofías de Heidegger y Sartre. Tema ampliamente ligado a la actualidad de las ideas. Aun para Uranga, Heidegger resulta inactual mientras que Sartre es un autor actual. Por eso, dice: “en el existencialismo lo actual no es Heidegger sino Sartre” (p. 32). Al mismo tiempo, el artículo “Sartre ha muerto” permite entender mejor la visión uranguiana del autor francés. Con todo provocador, Uranga afirma que Sartre fue “alegre víctima de su tiempo [...] Le hizo al boom” (p. 141).

En “Desilusión y cinismo” Uranga localiza la relación entre Gaos y O´Gorman, por lo que ofrece una crítica de un ensayo de O´Gorman donde echa mano de Heidegger. Hay aquí un encuentro crítico con Heidegger. Lo que sucede es que varios artículos van en busca de una cuidadosa explicación de las resonancias de Heidegger en México. En este sentido, “El Heidegger de Gaos”, “Lo que sale de Heidegger”, las diversas “Cartas de Alemania” y “Heidegger, hogar y cosmos” son textos donde vamos descubriendo las albricias de un Uranga que mira críticamente a Heidegger. Y en “Heidegger en México” Uranga afirma que cuando Gaos llegó a México él “ya venía contagiado por la manía de estimar altísimamente a Heidegger” (p. 143), y por lo mismo, según Uranga, le dio al traste a la filosofía entendida al modo de Ortega y Gasset: festiva y deportiva.

Acerca de la toma de conciencia crítica por una filosofía que se liga a una circunstancia concreta podemos mencionar “Por una filosofía circunstancial y concreta” donde Uranga sostiene que la filosofía de mitad del siglo XX en México ha propugnado por efectuar un sentido de responsabilidad. De ahí que, dice Uranga, “el compromiso que exigimos es el compromiso con nuestras cosas, con nuestro carácter, con nuestra historia” (p. 41). En igual tesitura, es “Advertencia de Gaos” donde la materia abordada son unas conferencias de Gaos cuyo objetivo plantea cómo se ha elaborado la filosofía mexicana. Uranga considera que a Gaos le falta información; sin perjuicio de ello, también resalta que Gaos haya puesto una nueva etapa de diálogo en la filosofía en México.

Los textos restantes, que por supuesto no se siguen en un orden temático sucesivo, están dedicados enteramente a Gaos, a su personalidad, a su discusión, a explotar el legado de Gaos. Se trata de artículos y ensayos cuya lectura debe ser detenida y pausada para evitar univocismos, ya que el lenguaje de Uranga recurre al discurso provocador. Naturalmente Uranga intenta hacer un ajuste de cuentas sumario en relación a Gaos. Por ejemplo, “Gaos y la muerte” y “En memoria de José Gaos” Uranga se reconoce melancólico con la filosofía de su maestro. Lo adjetiva como sobreviviente, lo toma como un filósofo confuso y demás, pero al cabo agradece algo en Gaos. Estas palabras atajan la postura de Uranga al respecto: “Yo oía a Gaos, [pero] pues llegué a comprender que, muerto él, ya no habría para mí ningún otro maestro” (p. 133). A muchos historiadores de la filosofía en México se les ha pasado ver este grado de aprecio en Uranga. A toda vez que el artículo “José Gaos: personalidad y confesión” sostiene una tesis fuerte, en cuanto intenta hacer una psicología del maestro Gaos, cabría mencionar que resulta desconcertante el último texto del libro (pp. 145-147), el cual corresponde a un extracto de las Confesiones profesionales donde Gaos responde a siete creencias que se pueden tener de él a partir de la lectura de Uranga. Desde cierta lectura, sorprende por su brevedad. En buena medida, se encontrará orgullo personal en la respuesta de Gaos. Según parece, Gaos reconoce entre líneas que buscó construir y fortalecer una comunidad filosófica en México. Y no era para menos: en Uranga encontró una ruta crítica; así, ni más ni menos.

Respecto a Uranga, podemos reconocer en él una escritura de estilo llano, claro, provocador, áspero a veces, pero en general, una escritura crítica. A lo largo de toda la obra podemos encontrar –por así decir– el daimon de Uranga como filósofo crítico, cuya vida y obra no ha sido explorada totalmente (salvo tangencialmente por Zirión Quijano (2003) al historiar la fenomenología en México). Y eso a contrapelo de que la filosofía de Uranga se caracterizó por buscar una forma particular de entender el diálogo (léase por ejemplo Astucias literarias de 1971). Consumado lector de literatura clásica y de los filósofos modernos, no se dejó devorar por la denominada “teoría de la acción comunicativa”. Es Uranga, acaso, un crítico de la tradición. En México Uranga recuperó el sentido de la ironía filosófica como método para reflexionar el mundo. Lo cual es importante. Justamente una adecuada apreciación de los textos uranguianos acerca de Gaos nos permiten ver desde qué punto de vista radical de la filosofía parte. ¿Por qué dedicó tantas líneas Uranga a Gaos? Es una pregunta que debemos hacernos mientras leemos el libro. En definitiva, lo que puede arrojar luz sobre este tema acaso resulte que Gaos significó para Uranga el maestro que no siguió la “filosofía de los profesores” sino que se decantó por una filosofía “circunstancial, concreta y cínica”. En efecto, los valores en los que no vaciló Gaos fueron decisivos para Uranga (en particular para deslindarse de los academicismos en la labor filosófica).

Considerando el aporte de revitalización temática que propone el libro, hay algunos aspectos que ameritan una observación crítica. Uno de ellos, muy general, es que la obra adolece de un aparato crítico que formule, a nivel teórico-metodológico, cuál es la relación que existe entre la filosofía de Gaos y la filosofía de Uranga. Al inicio del texto se ofrece una advertencia (pp. 9-21) donde la figura de Uranga se interpreta a escala cultural y anecdótica; se tamiza el talante de Uranga; se habla del hombre de carne y hueso; se retoman los testimonios de Alejandro Rossi, Ricardo Garibay, Eduardo Lizalde y José de la Colina; se reconoce que Gaos tuvo una relación “intensa, apasionada y conflictiva” con Uranga. Pero tomado esto de manera autónoma, no da el paso siguiente a precisiones de orden filosófico. Porque el sentido de filosofía en Uranga difiere del concepto gaosiano de filosofía. El tema de esta oposición filosófica, naturalmente, está expuesta en el libro de Uranga (1994) ¿De quién es la filosofía? El punto resulta crucial para entender las posturas de ambos. Pero en este punto el compilador deja sin descorrer el contexto de justificación de ambos filósofos.

Otro punto importante, es que el texto carece de una contextualización de la filosofía de Gaos en el panorama histórico y filosófico del siglo XX. Aunque estoy seguro de que la intención de Castañón no fue ofrecer una introducción al pensamiento de Gaos, no cabe duda de que contextualizar a un filósofo posibilita una mejor comprensión del autor abordado. Reconocer cuál es la constelación filosófica de su tiempo consiste en aprender, más allá de las escaramuzas de academia, cuáles son las coordenadas filosóficas del autor. No se trata de narrar las aventuras o desventuras del autor –en el sentido biográfico– sino de abstraer su postura ante recios filosofemas. Es un digno discernimiento. Todo esto no forma parte de la exposición del compilador.

Estos problemas, no obstante, no impiden que la selección de Adolfo Castañón, lejos de ser una compilación de orden doxográfico y documental, constituya una base para desarrollar cuestionamientos en torno a la filosofía de Gaos y Uranga. Esto tiene sentido porque frecuentemente los historiadores de la filosofía en Iberoamérica pasan de soslayo la figuras de Gaos y Uranga. Con esto, la obra puede actualizar la recuperación del pasado histórico de nuestros autores iberoamericanos. Es un buen aporte para reconstruir parte del pasado filosófico en México. Así que, a pesar de que la obra no pretenda investigar nada específico en Gaos o Uranga, pone sobre la mesa elementos que pueden ser aprovechados por la filosofía iberoamericana en general y mexicana en particular. Filosofías por supuesto importantes para la discusión de la filosofía iberoamericana contemporánea.

Asimismo, es justo decir que este texto debe ser necesariamente articulado con otro texto que se publicó recientemente en México y que abona a entender, a partir de él, la filosofía de Gaos y también la filosofía en México. Partiendo de que la pregunta es saber qué filosofías académicas se han dado en México, este libro tiene el alcance para contestar, por decir algo, cómo tomó fuerza la fenomenología en México. Más allá de la controversia, da pistas de la conformación histórica de la filosofía mexicana en el siglo XX. Con respecto a lo que mencionábamos sobre el libro de actualidad, hay que señalar que Algo más sobre Gaos se vincula con la biografía intelectual de José Gaos que realizó insuperablemente Valero Pie (2015). Los detalles particulares de Gaos hay que buscarlos en Valero Pie. Estimamos que incluso Uranga está presente en la investigación ya citada. Ahí nos llama la atención que el proyecto del libro que comentamos, a nivel sustantivo, queda como un elemento satelital de la biografía intelectual elaborada con anterioridad. Lo cual no significa restar merito a la compilación en comento. Lo que queremos decir es que, en definitiva, ambas se acompañan mutuamente.

Finalmente, Algo más sobre Gaos también nos ofrece, él mismo, algo más sobre Uranga. Habría que decir que es un destino favorable, un reencuentro insoslayable. Quizás su objetivo sea felizmente doble: repensar a dos autores a través de un solo libro. Así pues, esta obra ayudará a repensar la figura de Gaos y seguramente a no desconocer la figura harto polémica de Uranga. Por supuesto, da para mucho. Por ello, no queda sino agradecer la labor investigadora que nos ha presentado Castañón.



Bibliografía:

Uranga, E. (1990). Astucias literarias. Guanajuato: Gobierno del Estado.

— (1994). ¿De quién es la filosofía? Guanajuato: Gobierno del Estado.

Valero Pie, A. (2015). José Gaos en México: una biografía intelectual, 1938-1969. México D.F.: El Colegio de México.

— (ed.) (2012). Filosofía y vocación. Seminario de filosofía moderna de José Gaos. México D.F.: FCE.

Vierya, J. (2007). “Emilio Uranga, la existencia como accidente”. Devenires, 8 (16), pp. 75-116.

Zirión Quijano, A. (2003). Historia de la fenomenología en México. Morelia: Jitanjáfora.

domingo, 17 de septiembre de 2017

Un andar

Nos llueven tragedias y tambaleamos. Sin embargo, algunos ríen, toman a la broma como escudo, aunque para algunos ya no es un mero ornamento, sino que forma parte del mecanismo que se activa para actuar: como un instinto. Se transmitirá de generación en generación y ya no habrá algo que hacer: si es el caso que se debía hacer algo.
  Es diferente con las injusticias: las bromas se cuestionan, se pide "respeto", hay "peleas" en plataformas creyendo que escribir en la nube implica un debate que resuelva hechos sociales considerados injustos. Sería aburrido leer todo lo que dice cada persona que se enfrasca en esas cuestiones, porque es muy probable que todo lo que digan se reduzca a unas cuantas ideas: la importancia de ser empático, lo importante de exigir una sociedad más justa -lo que eso quiera decir- y que la corrupción, así como algunos comportamientos antaños -el machismo, por ejemplo- deben ser intolerables. 
 La nube se vuelve un terreno tan prostituido que se nos olvida que ya está tan trillado, y que haríamos bien en andar con cautela. Se presume de ser "inteligentes" -lo que sea que signifique "ser inteligente"- a la hora de "opinar" o "juzgar" algún fenómeno social, pero un video de una persona no preparada obtendrá mayor publicidad: en donde sólo expondrá sus intuiciones -por tanto, creencias no bien formadas ni meditadas-. Es probable que ese "ser inteligente" pueda implicar "ser cauteloso con la información", no dejarse llevar por las apariencias, cotejar información, etc. Pero al hacerse viral el video de aquellos legos en asuntos en donde demuestran justo el sentido de predicar el ser "lego", no parece que se sostenga la idea de querer personas "inteligentes". Todo es un cagadero, y ese es el bonito error de la democracia y la igualdad: todas las voces cuentan. No olvidemos que somos partidarios de la democracia porque implica la participación de muchos, no tanto porque se trate de eligir correctamente. 
 Empiezan a ya no gustarnos los principios defendidos. Sin embargo, ¿cuántos llegan a estas alturas del razonamiento? ¿Cuántos más van a querer seguir? No es arriesgado insinuar que quienes se arrastran son mayoría y son quienes opinan. Pero no se ha resuelto nada. ¿Será, entonces, que más o menos crean que si se atrevieran a llegar más lejos las cosas podrían ser distintas?

M. Téllez. 

miércoles, 13 de septiembre de 2017

En torno a la humildad






Para José Salvador Arrellano




En algún momento de nuestras vidas nos han dicho que no somos humildes. La suposición es que uno «tiene que ser humilde». En algunas circunstancias, esta situación suele ser un tanto cortante, en otras, se justifica por los tonos soberbios de una conducta. Sin embargo, en ambos casos, no hacemos sino suscitar la pregunta acerca de qué es la humildad. Del concepto de humildad muy pocos filósofos han intentado indagar una reflexión sobre su definición. Si nos exigiésemos ampararnos en una doxografía al respecto del tema, la realidad es que hay escasos autores. Poca la reflexión. Y en cambio, como decíamos, no son nulas las situaciones morales que apelan materialmente a la «humildad», aunque también normativamente en formatos prescriptivos («debes de ser humilde»), en hechos evidentemente entramados en una constelación de virtudes, valores, cualidades, actitudes, &c. Si nos vamos a la concepción común de la humildad que la apercibe como una sumisión de carácter, el concepto efectivamente comienza a perder, por decirlo a tono de metáfora, las líneas de su mano. Por quienes aducen a título de descripción que tal o cual persona es humilde, se podría conjeturar que contadas veces examinan las entrañas de su supuesto.
Suponer qué es la humildad no es saberle; ni conocerle, supone desembrollar su supuesto virtuosismo. Conviene por tanto abocarnos a este término. Nuestro acercamiento teórico no le interesa tanto hacer conocible el concepto en función de categoremas éticos, cuanto en forjar una definición que atienda a la extensión e intensión del término, y cuyo planteamiento sea capaz de traslucir una crítica. No será afán nuestro, por consiguiente, dilatar un elogio de la humildad; lo que sí, que nos dará ocasión bastante, es reparar en su realidad, su posibilidad y su necesidad.

1. Cuando de humildad se habla luego, luego se capturan atenta o desatentamente notas preconcebidas. Se tienen creencias. En general, su referencia axiológica en muchos casos está sobredimensionada aun cuando no se esclarezca su fundamento moral. Se trata de un concepto inmerso en «ambientes morales», aunque, por su condición, también toque los «ambientes éticos»[1] de determinadas éticas. No es nada insignificante que la humildad aparezca de manera ineluctable bien como virtud, bien como valor de las sociedades occidentales y occidentalizadas. Detrás de esta generalidad, advirtámoslo, se podría atajar su realidad abriendo los ojos a la semiología de la vida cotidiana.
Pero la doctrina moral que satisface el concepto de humildad suele establecerse en términos de moralidad religiosa. En significado, allí se habilita –tal y como la señaló el lexicógrafo Pierre Larousse en su Diccionario– como una «virtud que resulta del sentimiento de nuestra bajeza». De ahí, el ligero transe semántico del sustantivo al adjetivo es poco a fin de cuentas, en tanto que lleva arrimada la pretensión de predicar al humilde como el que se «rebaja voluntariamente». Así, la aspiración de la humildad –aunque no se cuente como tal en las llamadas «virtudes teologales»– en esta acepción hunde su sentido en el apocamiento.
Más muestras reivindicativas de la humildad nos las podemos topar en innumerables referencias bíblicas y teológicas. No sería pertinente menospreciar el entrelazamiento que mantiene con otras virtudes como la «caridad». Esto lo especificó San Agustín al mentar que «donde está la humildad está la caridad»[2]. Sin embargo, huyendo de la peroración teológica como se huye de la peste, lo que vale primeramente es evidenciar su realidad.

2. Podríamos introducirnos en el bagaje terminológico teniendo en cuenta cómo se define en su acepción religiosa. Pero, por fuerza, hay que mostrar otras acepciones. Pues lo que se ha de aducir, en principio, es que nuestro espacio antropológico contempla, entretanto, una estructura de relaciones éticas cuyo gran interés cae a la filosofía moral. Lejos de agraviar su conceptuosa denotación, nos ubica a la humildad dentro de un campo de la Idea de valor moral. Y puesto que «la virtud de un ser –como nos dice Comte-Sponville– es lo que constituye su valor»[3], por eso el planteamiento de la humildad se endilga muy a menudo un virtuosismo.

¿Qué sería de la humildad si no se le halagara para remediar los males que gusta ofrecer la soberbia? Pensémoslo meditabundamente porque las cualidades que se dan de la humildad revelan una glorificación de la misma. Quizás el fulcro que posibilita esta idea venga concentrada recurriendo a la verdad.

Es una cuestión que se destila de una afirmación de Santa Teresa: «la humildad es andar en verdad». Dicho así, la humildad parecería ser un mero cachondeo epistemológico, por ende, susceptible de robustecerse guiada –en caudillaje de relativización– por «la verdad de cada uno». Pero, en realidad no es tanto así. Porque el fundamento moral que orienta la humildad se establece ad sensu contrario del engaño de uno mismo. De ese engaño que sería terrible no contextualizarlo en función de las cualidades, talentos, profesiones, u opiniones de cada persona.

En efecto: la humildad echa raíces fundamentalmente sub specie personae. No ser otra cosa más que uno mismo: ser persona. Esta es la función principal de la humildad que ha de satisfacerse si se busca ser humilde. Así Jorge Yarce, que es uno de los baluartes de la insidiosa «filosofía del liderazgo» (?), con el género de fin empresarial que busca el llamado «coaching ontológico», expone que la humildad es «aceptarse y aceptar a los demás como son, reconociendo –advierte– las propias limitaciones o deficiencias, sin dejarse dominar por ellas».[4] Y sin entrar en detallitos de tema tan peliagudo asimismo repasa, siempre con insinuación empresarial, que la humildad se conforma de sencillez, naturalidad, espontaneidad, autenticidad y sinceridad. Desde nuestra perspectiva compartimos su idea de que la sinceridad es constituyente de la humildad (y también su recíproca).

Y es que esta idea de gran complejidad psicológica, sean cualesquiera sus cimientos con la ética, pone en la pista un presupuesto denotativo de la humildad. Y es que la sinceridad y la humildad mantienen entre sí una dialéctica convergente. No hay duda que sean conceptos yuxtapuestos que se codean. Así podemos notar la perspectiva que airea el filósofo Jankélévitch: «la sinceridad sin ilusiones es para el sincero una perpetua lección de modestia; y viceversa la modestia –nos advierte– favorece el ejercicio de la sincera introspección».[5]

Pero, más aún: cabe decir que la sinceridad no ha tenido tanta importancia moral como en la ética del filósofo uruguayo don Vaz Ferreira. Una vez desarrollada su Moral para intelectuales (1909), en atenciones a diversas profesiones (como sea la del médico, el abogado, el periodista o el funcionario público), con pasmosa insistencia quiere aducir que la sinceridad debe formar parte de la moral. La posición que pudo haber adoptado respecto a la humildad debiéramos alinearla –in oblicuo– en un fundamento emocional y ético. Ahora que, si hubiera un marco «deontológico» que pretendiese asimilar la humildad a sus deberes, quizás por profesionalismo, es probable que el sinceramiento no alcance importantes cotas de reconocimiento laboral (¡porque la humildad no es un deber!). Es preciso tener muy en claro que citar a este gran filósofo no es para apaciguarnos por una apelación a la autoridad. Nada más falso. Simplemente convendría suscitar las «condiciones de posibilidad» de la humildad (que jamás habría que endiosarla). ¡Ah, pero la pulla de Nietzsche juzga que la humildad es despreciable! En esa situación, uno puede redargüir que la  humildad es una forma de autodeterminación individual y personal. Sin duda, en la socialización humana (o antrópica) la humildad se nota incluso por vía negativa sobre todo donde la arrogancia la degrada.

De aquellas ocasiones donde la soberbia no procura fomentar la humildad, y que con la fuerza moral de la hipocresía puede persistir, ahí cualquier individuo arrastra una concepción que podemos tipificar de «individualismo ético»[6]. Con justa razón, José Martí nos advertiría que «el genio no puede salvarse en la tierra si no asciende a la dicha suprema de la humildad».[7] Lo que logra repercutir a esa dicha –destacada en la boca del enfoque emic– lleva aparejada invocar a cualidades de tipo sapiencial en determinadas filosofías de vida. Colocándonos en la perspectiva de Séneca, por ejemplo, se reconoce que la riqueza de espíritu se solventa por la tranquilidad. Así se podría decir, en abreviado rigor, que con la humildad se tienen los goces de la tranquilidad. Esto penetró el emblema septuagésimo del celebérrimo Theatro Moral de toda la Philosophia (1672) en cuanto nos dice –sin perjuicio de sus componentes cristianos– que «nunca pierde el sabio su tranquilidad».

Sea como quiera, lo que se aquí se puede controvertir es que la humildad llega muy pronto a tener un peso axiológicamente moral. Cuando este peso moral queda a merced de un antivalor, como la soberbia, así no hay chance para perfeccionar la tranquilidad (psicológica) de uno mismo. Cuando el hombre a causa de la soberbia es falso, deja de orbitar en la simplicidad (asimismo virtud).

3. Al tomarnos en serio el postulado de la humildad como radicación en la verdad, la cosa se nos puede tornar resbaladiza. Y es que aducir tal idea requiere presuponer –en buena lid– que existe un respeto moral que cada ser humano se debe a sí mismo. Es el respeto que nos enseña a no licenciar el engaño, o el mal cuyo más indeseable derrotero se manifiesta –sin perjuicio de lo que contravenga la antipsiquiatría o incluso la teodicea– en trastornos psicosociales (individuales y colectivos).

Decimos, pues, que la razón de ser de la humildad brota del sinceramiento con uno mismo y con los demás.

Consiste esto en lo que Alfonso Reyes suscribe en la lección V de su Cartilla moral (1944): «la manifestación de la verdad aparece siempre como una declaración ante el prójimo, pero es un acto de lealtad para con nosotros mismos». Lo cual sugiere que la humildad posee un valor moral en la medida que realiza deseablemente entre los hombres lo que es cada uno; pero importa aún más que manifestándonos como realmente somos ante los demás implica que somos leales a un grado de autodeterminación personal. En este quid debiéramos subrayar –siguiendo la lección XII del mismo Reyes– que «el respeto a la verdad es, al mismo tiempo, la más alta cualidad moral y la más alta cualidad intelectual». Tal y tan gran cuestión no es mero halago de la verdad; es más bien, el subsuelo donde se establece el valor moral de la humildad.

Y aunque filósofos hubo que pensaron que la humildad coquetea con el imperativo categórico (en cuanto la humildad confirma interiormente la Ley), no obstante, nos parece que la virtud de la humildad no está regida por Estatutos (i.e. heteronomía).

Sería por medio del imperativo hipotético como se pueden hacer consistir sus alcances morales (incluyentemente, sociales). Eso tendría un esquema positivo así dicho: «si soy humilde entonces pasa esto». En semejante formato se alistan cuatro obvias alternativas: 1) si soy humilde puede pasar esto; 2) si soy humilde no puede pasar esto; 3) si no soy humilde puede pasar esto; y, 4) si no soy humilde no puede pasar esto. Pero como no deseamos entregarnos a los rigores de la formalización lógica –ahora innecesarios–, nos atenemos francamente en reconocer que uno de los contenidos de la primera alternativa es la veracidad. Esto es: si verdaderamente soy humilde entonces soy veraz; parejamente, si alguien es sincero entonces es veraz.

En igual sentido, el valor moral de la humildad resulta defendible en tanto que determina la veracidad de cada ser humano. Dejamos fuera de cualquier duda que los vínculos interpersonales encabezados por la humildad poseen un dictamen meliorativo. Porque al proponer la humildad en ese estrato comunicativo de nuestra existencia uno es veraz con lo que es. Y es que, desde luego, la gente que desprecia la humildad evidentemente más temprano que tarde agravia la vida social.

A todo esto, sumemos que no es necesario ser un Anthony Robbins para acallar –aunque también para encallar– al «gigante interior» que se desvive, por vicio competitivo o por ávida ceguera moral, por hacer imposible ser sinceramente veraz con los demás. Seguramente quien no es humilde no respeta ni confía en lo que él mismo es. Así, muy cerca de la veracidad, la humildad le sigue los pasos a aquella virtud social. Como diría el filósofo colombiano Cayetano Betancur en su obra que no en balde tituló Las virtudes sociales: «la veracidad es un derecho natural que los demás tienen ante nosotros»[8].

Si bien la humildad requiere de la veracidad en las personas, sin embargo por darse en cierto sentido hay obligadamente que darle un matiz: y es que aun siendo de veras humilde moralmente de ahí no se sigue que la humildad respecto de otros aspectos acontezca verazmente. Ser veraz es algo más que ser humilde. Pero una y otra, si son auténticas, exigen expresar la verdad. Mientras la humildad de un individuo no encauce sinceramente la veracidad, estará minando una posición acorde con las buenas relaciones sociales.

4. Es posible que si la humildad se considera virtud, y que efectivamente alcanza cotas de reconocimiento axiológico, aun cabe preguntar esto: ¿la humildad es o no es una garantía de felicidad en el humilde? Bienintencionada pregunta.

Si la humildad tiene una finalidad ésta podría hacerse consistir bilateralmente. Digamos que una se ocupa de la humildad como lo que uno es; y la otra se ocupa de la humildad como lo que uno representa. Hemos de pensar a la humildad como un ingrediente de la felicidad si la auxilia en prevenir los tumbos de falsedad personal. La felicidad acaso podrá ser un mito (como ha repiqueteado el filósofo tan disputante don Gustavo Bueno)[9] pero es cosa ya harto fraudulenta una vez que se le acentúan toques de vanidad. Porque uno de los resortes de la felicidad –aun con todo el perjuicio de su equivocidad– es conseguir nuestra autenticidad. Ser como uno es, advirtámoslo, estructura un dominio de conductas morales: la principal de la cual es aceptarse (aun con la denuncia agustiniana que rezaba: Nec ego ipse capio totum quod sum).

El coraje de la humildad rebosa en el conocido apotegma «atrévete a ser quien eres». Sin embargo, en el fondo, la aceptación de uno mismo no se agota en una sola forma de la «personalidad». Si a ese juicio se le aventara la dinamita del existencialismo sartreano, permitiéndonos transitar de la ética a la ontología, podemos admitir que el ser-en-sí dispone de su libertad para no ser humilde, mientras que el ser-para-otro puede hacer fracasar toda alternativa de humildad, en cuanto que cada ser (o autoconciencia) es capaz de convertirse en un objeto del para-sí aun cuando el otro sea aparente (v.g. soberbio) a los ojos de ese para-sí. Pero dejemos esta mera insinuación a los fenomenólogos más avezados...

En cuanto a la finalidad que decíamos, ¿acaso la humildad de veras asiste a la felicidad? Fundándonos en no confundir la humildad con la mala conciencia, el remordimiento o con la vergüenza, para comprender aquella relación debiéramos reconocer que la humildad custodia lo que cada uno es (potencial o actualmente). Sobre este saber acontece una valoración cuyo fin inmediato es dar un valor a eso que sabemos verazmente de nosotros mismos. He ahí una autodeterminación nada despreciable. Se desenvuelve como uno de nuestros bienes subjetivos sobre todo de un modo en que nos despoja de ilusiones sobre uno mismo. Por esta razón, la humildad presta ayuda positiva a la felicidad sin confundirse efectivamente con ella. El supuesto de felicidad querrá interesarse por la humildad una vez que ésta sea funcional en aquél. Aun cuando la humildad penda de un «principio de la felicidad» no es dable deducir que todo humilde sea feliz o viceversa.

Simplemente lo anterior pretende indicar que la humildad, una vez definida como virtud social implicada con la verdad, posee en ejercicio o en representación partes de harto interés para la «eudemonología». A este respecto, se pueden temperar las expectativas morales de la humildad salvaguardando el valor social de su experiencia. Sea como sea, en tesis general, la cuestión es que la humildad no resulta indiferente a la felicidad, &c.

5. Concluyamos: todo lo anterior convendría conectarlo explícitamente con la meta de una «comunidad crítica» (sea cual sea su soporte ideológico no silenciemos una voz similar en J. D. Perón cuando habló de una «comunidad organizada»). Digamos que si se desea tal comunidad haría muy mal olvidar el punto de vista de las virtudes sociales. Porque hay aspiraciones fijas, anhelos de bienestar; existe una filosofía moral que las reflexiona infatigablemente, pero si no se ejercitan moralmente las virtudes de esa comunidad, siempre de los siempre quedará lejos de la benévola acción. Esa situación es muy problemática.
Desvirtuar la humildad, que es un acto ya de por sí desternillante respecto de la idea de Hombre, dejándola en la visión harto unívoca y monotemática de bajeza humana, es un asunto que no sería pertinente determinar con la vara del cinismo moral. ¿Es que acaso no convendría propugnar por la humildad, en medio de tantísimo desbarajuste moral, a sabiendas de que su pauta principal implica la verdad como fundamento? Esta pregunta hallará motivos de reflexión filosófica una vez que se retomen las preciosuras interpersonales de la sinceridad y de otras virtudes hoy más que nunca añoradas en nuestras «sociedades líquidas».
Así pues, como he intentado mostrar, si la humildad nos fuere ajena a nuestro espacio antropológico de convivencia (privada o pública), está en nuestros actos la posibilidad para resignificar su valor, para con ello criticar las posturas que orquestan la presuposición de que «uno tiene que ser humilde». Es cuanto. □



[1] Servirá advertir que esta distinción (que no es disyuntiva) entre ambientes morales y ambientes éticos la hemos tomado del libro Sobre la bondad (Paidós, Barcelona, 2002) del filósofo S. Blackburn.
[2] Apud León-Dufour, X. et al., Vocabulaire de théologie biblique, art. «Humilité», Du Cerf, Paris, 1971, p. 555.
[3] Comte-Sponville, A., Pequeño tratado de las grandes virtudes, Andrés Bello, España, 1997, p. 10.
[4] Yarce, J., El poder de los valores, Ediciones Ruz / Instituto Latinoamericano de Liderazgo, México, 2005, p. 132.
[5] Jankélévitch, V., Tratado de las virtudes, II, 1, cap. 4. Citado en Comte-Sponville, A., op. cit., p. 149.
[6] Para no dejar vagamente referido este concepto, cfr.: Lukes, S., El individualismo, Península, Barcelona, 1975, pp. 125-132.
[7] Martí, J., Aforismos, Centro de Estudios Martianos, La Habana, 2011, p. 193.
[8] Betancur, C., Las virtudes sociales, Colegio Máximo de las Academias de Colombia, Bogotá, 1964, p. 24 (en la edición digital).
[9] Cf. Bueno, G., El mito de la felicidad, Ediciones B, Barcelona, 2005.