Dos rosas que si bien eran entregadas en una maceta, nadie notaría diferencia con lo que vimos. Una pareja de jóvenes: esos que aún se besan en todos lados como si los besos se acabaran o su sabor después se agriara -tal vez así sea-.
Nos reímos de las rosas. Recordé cuando hace tres años fui un 31 de diciembre a su casa a desearle feliz año y le entregué un ramo de rosas. Las rosas que entregué ese año eran flores tocadas por la mano de Dios en comparación de aquellas cosas que vimos.
Unos tragos más, diciendo algo de las damas e invitándole un trago a una mujer que estaba a nuestro lado, seguíamos sonriendo. Insistí en que esa mujer -a quien le invitabas el trago- se veía de edad más avanzada que la nuestra, a pesar de que señalabas que no, que tenía cerca de 19. Un misterio es la edad.
Volvimos la vista a la pareja con rosas, la chica mordió un pétalo y lo masticaba. ¡¿Qué carajo?! Exclamamos. No importa, algunas ganas de masticar o de probar algo natural. Luego, observamos cómo el chico -la pareja de la chica- descendió del camión y llevaba una rosa. ¿Por qué alguien se iría con las flores que tal vez dio? No, tal vez se quedaron ambos con una rosa: cada quien con una rosa. Eso tenía sentido.
Siguió el viaje. La chica se levantó de su asiento, volteó a mirarnos, primero lo hizo porque seguro notó que preparábamos el último elixir que acompaña nuestras palabras, después sólo nos miró. Qué importa. Al bajar, no llevaba ninguna rosa. Extraño. A lo mejor la guardó. Continuamos con las risas.
Parada final. Me levanto del asiento, acomodo mi mochila y sé que ya pronto llegaré a casa. ¡Mira! - me gritaste y entonces regresé para saber qué veías. Una rosa tirada en un asiento.
M. Téllez.
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