Empujado por el vino, tus miradas -que ignoro si contenían alguna pretensión o sólo fueron espontáneas-, pasó por mi mente el seguirte a alguna habitación y comenzar con los placeres que no son sólo míos.
Tenías -o tienes- todas las variables que me gustan de alguna ecuación: la piel, el acento, la voz, la mirada, la presencia y esa complexión que me he dado cuenta, siempre me mata. Estaba maravillado. Quizá no es tan bello como yo mismo creo, porque sentí un poco de vergüenza por mi ebriedad, específicamente porque mi voz no se sostenía, aunque mis pensamientos fueran firmes, una verdadera lástima lo que expresaba y cómo lo expresaba.
Aquella escena donde tú estabas a mi espalda, donde sentí tu cadera cerca de mi nuca, fue el placer de la noche que se quedó conmigo, incluso hasta este momento cuando te escribo estas líneas. Recuerdo otra escena donde sentí parte de tu dorso e imaginé engancharte con mis brazos... pero creo que tal escena jamás pasó. Menos te abracé.
Te entregué una nota que ya no recuerdo su contenido, sólo sé que expresé mi interés por ti, mi gusto por tu acento y quizá señalé una sugerencia para salir y verte de nuevo. No has llamado. Supongo que no pasará nada. He concluido -y no sólo por ti- que la gente no está hecha para la sinceridad. Alguien podría decir que quizá sí la haya pero que no he dado en ese lugar: una especie de consuelo bastante extraño. Mi conclusión es firme y no implica otra cosa más que eso: la gente no está hecha para la sinceridad.
Ha quedado pendiente un mensaje. La última carta en la mesa.
M. Téllez.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario