Estaba desconcertado; aún no
recuperaba la noción del tiempo que había perdido hace algunos instantes y
sentía una fuerte presión en la base de la nuca. Emanaba un incipiente dolor
punzante de mi rodilla derecha. Me invadió la necesidad de dirigir mi vista a
la derecha y, luego, a la izquierda para poder identificar un punto de
referencia que me indicara mi ubicación. Logré ver el cielo nocturno sobre automóviles
en curso, semáforos descompuestos, luces de neón y negocios varios: Una
panadería, dos puestos de periódicos y las clásicas “tienditas”. Me pareció
extraño tomar consciencia de todo lo anterior estando sentado sobre un pequeño
banco de madera dentro de un puesto de dulces cerca de un cruce de avenidas. Todo
cobró una consistencia homogénea en el momento en que el dueño del puesto en
donde yo descansaba se me acercó y me preguntó — ¿Ya se siente mejor, joven? — Mi
rostro reflejaba extrañeza (aunque no tenía un espejo frente sabía que mis
facciones emitían un sentir de rareza absoluta hacia la cuestión) y, a pesar de
no encontrarle inmediatamente sentido al comentario de aquel señor, sólo me
incliné por responder afirmativamente asintiendo la cabeza. La benevolencia del
comerciante lo orilló a sugerirme que llamara por teléfono a algún familiar,
especialmente a mis padres, para explicarle lo sucedido. Ante esto, sólo esperé
unos minutos para llevar a acabo dicha sugerencia y, una vez realizada, guardé
mi teléfono en el pequeño bolsillo de mi camisa. Después de una pequeña plática
opté por agradecerle sus atenciones y marcharme camino a casa.
Cuando logré
dar cuenta de mi ubicación y dispuesto a partir, contemplé dos opciones para
llegar a casa: El “Metro” y el “Metrobús”. Sabía que en mi condición y en mi
confusión casi total, abordar el “Metro” a esas horas de la noche era
prácticamente un acto suicida. El ajetreo de las personas, el calor infernal y las
frustraciones generadas por las altas deficiencias del trasporte acabarían por
joder a cabalidad mi estado físico y anímico actual. No tuve más opción que
abordar el “Metrobús”.
Recargué con
seis pesos mi tarjeta para poder ingresar al trasporte y, una vez dentro,
esperé la llegada del mismo. Junto conmigo muchas personas también esperaban el
autobús y dado eso, no pude abordarlo hasta después de haber dejado pasar dos
camiones. Justamente, a la llegada del tercer autobús —Al número tres se le suelen
atribuyen propiedades mágicas, místicas y esotéricas ¿curioso, no? —, desde que
yo estaba ahí, pude cruzar sus puertas y acomodarme en la parte de atrás para
no estorbarle a nadie, ni de enfrente, ni de atrás, ni de los lados. Me coloqué
los audífonos en los oídos, pulse “play” en el reproductor que escondía en el
bolsillo izquierdo del pantalón y pasados diez minutos de viaje, mientras
sonaban unas rimas de Lírico, me percaté de que la chica que estaba parada a mi
costado y el amigo con el que venía platicando comenzaron a buscar algo que al
parecer se le había caído de su pequeña existencia femenina. Ante tanto
movimiento me quité los audífonos y moví mi mochila para que ella pudiera
buscar su objeto de una manera más cómoda. Sin más, se agachó e hincada sobre
sus rodillas, pude ver que metió su brazo en una ranura entre la salida de
emergencia del trasporte y el piso del mismo. No pude evitar oír su distintiva
voz comentando que no lograba alcanzar aquello que se le había caído. Yo, como
buen partidario del deber ser y del imperativo categórico, además, sabiendo
que mis características corporales me podían permitir alcanzar su objeto dada
la longitud de mis brazos, no dudé en dirigirme hacia ella para expresarle que
tal vez yo sí podría devolverle su objeto de la ranura donde había caído. Ella
sonrió y accedió a dejarme sacarlo, pero no titubeó en mencionarme que aquello
que había perdido era su pequeño zapato. Me agaché y traté de sacarlo, pero
como no pude conseguirlo no tuve más opción que levantarme para decirle apenado
que mi intento fue insuficiente. Para mala fortuna mía (al menos eso creí en
ese instante), al momento de erguirme, mi viejo teléfono salió violentamente de
mi bolsillo y, como si hubiese sido guiado, cayó exactamente donde ella había
perdido su zapato.
El incidente
había generado una serie de risas que parecía no iban a terminar en varios cuartos
de hora. Ella me pidió disculpas, pues, pensaba, era su culpa que mi aparato cayera.
Desde luego, comenté negativamente —No fue tu culpa, fue error mío. Al final no
pude alcanzarlo—. Consecuentemente, comenzamos a platicar. Supe su nombre, ella
supo el mío. —Filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM—
respondí cuando me preguntó si estudiaba. Pregunté lo mismo, pero ella, a
diferencia de mí, contestó con su pequeña voz —Yo trabajo en el Museo Nacional
de Antropología; soy técnica en Restauración—. Seguro ella esperaba mi rostro
de sorpresa y si no, de todos modos no pude ocultarlo; ¡jamás había conocido a
una Restauradora!
Avanzado el
diálogo pude profundizar un poco en sus preferencias. Al parecer ambos
cuadrábamos en nuestro gusto por el arte. Se me escapó, dada la diversión de la
plática porque aún se oían risas, decirle que la Filosofía del arte, la
Estética y la Filosofía de la historia me estaban persuadiendo de ser objeto de
toda mi investigación filosófica, lo cual (al menos me gusta creer) le
“cautivó” de alguna manera. Cuando pensé que no podríamos tener más puntos en
común, se le ocurrió preguntarme cómo fue que obtuve un lugar en la “Máxima
casa de estudios”. Tuve que responder necesariamente, dada mi honestidad, que
lo hice mediante el “Pase reglamentado” que había ganado por ingresar (y
mantener mi promedio) a mi preparatoria: La Escuela Nacional Preparatoria #2.
Ella, asemejándose a mí, se sorprendió y exclamó — ¡Yo también iba en esa
escuela! —. Fue notable mi emoción al escuchar eso y con esa misma pasión siguió
la plática durante todo el trayecto hasta llegar a la terminal del trasporte.
Al llegar al
final de la ruta, el amigo de ella acudió al conductor para comentarle nuestro percance
de las estaciones pasadas y así poder recuperar nuestras pertenencias. Una vez
recuperados los objetos, salimos del autobús y, aún dentro de la estación, nos
despedimos de su amable compañero para seguir el camino que ambos debíamos tomar
para llegar a la avenida consecuente. Durante la breve caminata me fue
imposible contener mi impulso sumamente pasional de saber su número telefónico;
¡Tenía que contactarla para verla de nuevo!
Obtuve sus
datos, ella obtuvo los míos, pero más que eso, obtuvo mi atención. Cada cual
tomó su camino y aunque ambos dijimos “Adiós”, yo estaba seguro que sólo era un
“Te veré pronto”. Un beso en la mejilla y no he podido olvidar el olor de su
delicado cuello. Algunas miradas y no he podido olvidar la viveza de sus ojos.
Muchas palabras y no he podido olvidar la finura de su boca.
Un desmayo, un
zapato, un “gracias”, un “adiós” y sigo
creyendo fervientemente que las coincidencias no existen.
Estoy siendo
diferente, ¿Sólo por un zapato?
¿Y si a ella
jamás se le hubiese caído su zapato?
¿Y si…?
Diego A. Moctezuma