viernes, 20 de diciembre de 2013

Cuento I

Cuento I
Me senté en la silla que estaba olvidada en el rincón de la casa abandonada, entre las penumbras, alejada del amor, hice que la silla existiera nuevamente, todos la habían olvidado ya... ¡Pobre de ella!, tal vez la silla era yo transformado porque a veces también me olvidan. Estábamos destinados a encontrarnos y a unirnos, la encontré y me senté sobre esa café y nada cómoda, por cierto.
Hacía frío en esa habitación, un frío penetrante y desolador, de ese que cala los huesos, que hace que tiembles y que tus dientes choquen los unos con los otros por no poder controlar la mandíbula, ese frío sin límites. Sólo temblaba, a veces frotaba mis manos en el afán de conservar calor, de seguir viviendo (si es que a esto se le puede llamar vivir).
Sentado porque ya me hastía caminar pues siempre termino siguiendo gente, con un suéter delgado que encontré días antes en el basurero, los pantalones que llevo puestos hace no sé cuántos años, desde ese día en que me embriagué en la cantina, cuando no sé cómo perdí las riendas de mi vida y preferí dejar todo para permanecer así, perdido, distante, hundido en mí,  oliendo a licor barato con riesgo a perder la vista. Lo elegí. Siempre elegimos.
Alcé la mirada al techo que ya permitía la filtración de agua, habían unas goteras, olía a humedad, a lo lejos corrían las ratas, escuchaba sus ruidos de roedor, sus ruidos de inconformidad. Les pedí perdón por no seguirlas pero estaba esperando no sé qué sentado, esperaba como siempre lo hago, siempre espero pero nunca actúo, me da miedo hacerlo. Espero que otros lleguen y hagan algo por mí. Luego, recorrí todas las esquinas elevadas de ese cuarto, sobre mí hallé una mariposa negra –dicen que anuncian la muerte- y no me dio miedo, tal vez ella era la que me esperaba y no yo a ella. Nadie me ha dicho que no puedo, nadie me ha puesto cadenas. Soy mi jaula.
Cerré los ojos, temí abrirlos de nuevo, descubrir que seguía ahí, que eso era mi realidad y no era un sueño. Había basura por doquier, unos restos de muebles que el tiempo había lastimado como siempre lo hace, entraba luz por la ventana que aún conservaba un pedazo de vidrio, al filtrarse por ahí y acceder a la vivienda adquiría una pesadez increíble. La veía, no me irradiaba, esperaba que oscureciera, cerré los ojos y fingí dormir, escuchaba voces, probablemente era la esquizofrenia reprimida o la conciencia que hablaba rápido y bajo por temor a mí.
Lo logré, cuando los abrí de nuevo era de noche busqué desesperadamente la botella que me dieron casi regalada, la que saciaba mis ansias, que controlaba mis dolores, que me daba fuerza. Vivía para ella y por ella, consagrado a ella. Bebí unos tragos pequeños pues estaba a punto de acabarse, era lo único que poseía entonces y pronto se iría como todo. La tapé y la guardé en el bolso del pantalón sucio y roto.
Dejó de importarme tener o no abiertos los ojos pues no percibía nada, sólo ausencia de color me rodeaba. No había problema ya, pensaba en mí como siempre lo hice, en mi miseria, mis uñas con hongos, mi barba y bigote largos, mi cabello enredado, mis pocos dientes que aún habitaban en mi apestosa boca, mi lengua que sufría tanto ahí, aguantando la saliva que corría por ella. Pensaba, luego no sé, caí en el silencio, era lo único que podía hacer. No me moví de la silla por horas y horas, aún sigo sobre ella…
Amanece lento, no puedo disfrutar ya ese espectáculo que la naturaleza regala diariamente pues he perdido toda emoción y sensibilidad que da la capacidad de sorpresa, miserable soy, lo sé. La luz de nuevo, las ratas que nunca dejaron de manifestar que estaban ahí, temiéndome, quiero creer pues necesito sentirme superior a alguien: sigo siendo humano –un miserable humano-. O tal vez planeaban dejarme ahí, sin molestarme para que cuando me muriera se comieran mi carne. No sé, nada sé.
Me pierdo en una de las paredes, parece que alguien dibujó un rostro y que me observa, lo ignoro. Ahora dirijo mi vista al montón de basura y encuentro unos pedazos de cartón, logran capturar mi atención y comienzo a soñar como hace mucho no lo hacía, imaginar: renacer por dentro. Me levanté por fin del asiento, fui hacia los trozos sucios pero amplios, un poco humedecidos y roídos, comencé a romperlos con mis manos dándoles alguna forma, me diseñé unas alas de cartón. Quería volar más que nada en el mundo, el miedo se me olvidó.
Las coloqué en mis brazos, salí de la casa corriendo. Cercano estaba edificado un puente, me dirigí a él, llegué, me paré en el borde, me impulsé con un pie, extendí mis brazos intentando llegar al sol. Vuelo como una pluma, sonrío como antes, más que antes. Llego alto, muy alto, esta sensación es hermosa, libre, valiente por lo menos una vez. Salgo de la atmósfera, huyo de mi cárcel y no paro. Me acerco al Sol, mis alas se empiezan a incendiar, se desintegran, me quemo con plenitud. Un vuelo en llamas. La ceniza se funde.
Ixchelt Hernández

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