El primer parágrafo del libro IV
contiene lo referente a la conducta humana, Schopenhauer se mantiene
exclusivamente en el terreno de la observación y el análisis, bajo el supuesto
de que “la filosofía no puede hacer más que interpretar y explicar lo que es.”[1]Se
abstiene e dar preceptos. Esto es así porque el objeto de investigación de este
libro IV versa sobre el valor o la nada de la existencia y para dicha
investigación, los preceptos morales estorbarían más de lo que podrían ayudar.
“¿No es una contradicción decir que la
voluntad es libre, y prescribirle, sin embargo, leyes, con arreglo a las cuales
debe querer?”[2]
Cuando Kant fijó los límites de
la razón, en realidad fijó al mundo como mera representación y para
Schopenhauer éste mundo real y visible en el que vivimos tiene un contenido lo
bastante rico como para no ser agotado nunca por el espíritu humano.[3]
La clave para Schopenhauer está en no examinar otra cosa más que lo que es, es
decir la Voluntad y su espejo la representación, sin embargo, tiempo, espacio y
causalidad no son suficientes para entenderla. Él plantea que la voluntad (que
siempre es voluntad de vivir, ya que la vida es la manifestación de la voluntad
para la representación) es por sí misma inconsciente, pero que en adición con
el mundo de la representación, se hace consciente de su querer y del objeto de
su querer, esto es el mundo y la vida como son.
La pregunta por la esencia del
mundo, por aquello que nunca cambia, que siempre permanece, Schopenhauer la
responde diciendo que eso por lo que la filosofía se ha preguntado tanto tiempo
es la Voluntad, es decir que la cosa en sí es voluntad y su aspecto fenoménico
es la representación, de ahí que la vida y la voluntad sean inseparables.
Ahora bien, el individuo es una
mera manifestación (individual) de la voluntad, a pesar de que nace y muere
está irremediablemente circunscrito al fenómeno de la voluntad y por
consiguiente a la Vida “cuyo atributo
esencial es aparecer en criaturas individuales, manifestando fugitivamente y en
el tiempo lo que en sí no conoce tiempo y debe precisamente manifestarse bajo
esta forma para poder objetivar su verdadera naturaleza”[4].
Es decir, que toda la naturaleza no es otra cosa que el fenómeno y la
realización de la voluntad. Aunque también es importante señalar que como
individuos no somos únicamente subjetividades sino que como cuerpos, somos más
que representación, participamos de la cosa en sí, somos voluntad.
A la voluntad (como cosa en sí)
no le importa la muerte de un individuo, que es un mero ejemplar de su
manifestación (y está constituido de tiempo, espacio y causalidad además de un
poderoso instinto de reproducción), sino la preservación de la especie. La
voluntad como fuerza, atraviesa todas las cosas que desean existir y subsistir,
que intentan mantenerse a costa de lo que sea, es una fuerza ciega, acontece
sin motivos ni representaciones. Toda voluntad busca afirmarse, pero debe
hacerlo a costa de la negación de otra, de manera que naturalmente cada
individuo se piensa así mismo como el centro del universo. “La
naturaleza expresa de este modo esa gran verdad de que sólo las ideas y no los
individuos tienen realidad verdadera, es decir son la objetivación perfecta de
la voluntad.”[5] El hombre que comprende dicha perspectiva se
consuela de su propia muerte y la de los suyos en pos de la vida inmortal de la
naturaleza de la cual forma parte él mismo. En ese continuo renovarse que es la
vida, el deseo de no morir se presenta como un deseo insensato que únicamente
obstruiría a la vida misma.
Por medio de la causalidad, ese
encadenamiento de la conciencia al principio de razón, podemos abstraer lo
pasado (un vago ensueño de la imaginación) y el devenir, sin embargo la forma
de la vida o de la realidad no es más que lo presente, pues “el presente es la forma esencial e
inseparable del fenómeno de la voluntad”[6],
está constituido por el punto de contacto entre el objeto (cuya forma es el
tiempo) y el sujeto (que no tiene forma pues es la condición de cuanto puede
conocerse sin ser conocido). Donde el objeto es la voluntad hecha
representación y el sujeto es el correlativo necesario del objeto.
Entonces, si todo esto es así y
lo único que existe es el presente eterno, al reconocernos como individuos
no-eternos, es decir como fenómenos individuales de la voluntad,
irremediablemente terminamos preguntándonos por nuestra finitud en ese presente
eterno, esto es por la muerte.
Schopenhauer afirma que lo que
tememos de la muerte es la destrucción del individuo, del “yo” y puesto que
somos voluntad de vivir, es natural que todo nuestro ser se rebele ante la idea
de morir. No obstante ese sentimiento de horror hacia la muerte puede ser
dominado por la reflexión de un conocimiento filosófico acerca de la esencia
del mundo (un conocimiento de la voluntad)[7]“Un hombre, en fin, que tuviese bastante
amor a la vida para pagar sus goces con los cuidados y tormentos a que está
sujeta, descansaría con sólida planta sobre el firme suelo de la eterna máquina
redonda, y no tendría nada que temer.”[8]
Sin embargo Schopenhauer trata en
una de las partes finales del libro IV, las cuestiones referentes al suicidio
afirmando que es el único acto humano verdaderamente libre y que no obstante el
acto de quitarse la vida no niega la vida misma sino sólo las condiciones
particulares de la misma. Que el suicidio no afecta en lo más mínimo a la
voluntad sino sólo al individuo. Agrega que la libertad no pertenece más que a
la voluntad como cosa en sí y no como fenómeno.
Por último, al final del libro IV
abre la cuestión de la nada y de cómo dicha idea nos viene por medio de que
consideramos existente y real únicamente el mundo de la representación, es
decir aquello que tiene la propiedad de estar en un tiempo, en un espacio y en
una causalidad. Cuando algo pierde dichas propiedades decimos que se ha perdido
en la nada.
El problema es que si nosotros
somos voluntad (siempre de vivir) y al mismo tiempo somos un fenómeno de dicha
voluntad, lo que nos corresponde es el conocimiento de nuestra realidad actual,
es decir del mundo como representación (conocimiento positivo) y no del mundo
como la nada (conocimiento negativo).
Entonces, la voluntad se manifiesta en nosotros a través de deseos, quereres o motivos,
por medio de esa angustia/dolor incesablemente necesario que siempre queremos
superar y que sin embargo nunca lo logramos. Dichas manifestaciones únicamente
han sido superadas por hombres santos en quienes la voluntad se reconoce a sí
misma y renuncia libremente a sí misma, quedando únicamente conocimiento. No
obstante ese conocimiento que va más allá de la voluntad es un conocimiento de
la nada. “lo reconocemos abiertamente, lo
que queda después de la supresión de la voluntad para aquellos a quienes la
voluntad anima todavía no es más que la nada efectivamente.”[9]
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