Filósofos como Nietzsche han dejado
en claro que la expresión de la verdad (quizá la única verdad existente) ha
sido caracterizada a lo largo de la historia del pensamiento como el menor uso
posible de los juegos del lenguaje, en oposición a la retórica.
Ahora dudamos del concepto de
verdad en muchos de sus ámbitos. Cada vez tenemos menor certeza de que el
significado clásico de esta palabra tenga alguna aplicación. Si bien algunos
prefieren descartarla de su lenguaje y otros intentan reconfigurar los conceptos
contenidos en ella, ahora quiero hablar de lo que significa la verdad en una
relación entre amantes.
Cuando nos hemos visto envueltos en
una relación amorosa fuerte, y aunque no tengamos aspiraciones metafísicas o
dudemos teóricamente de qué es la verdad, lo cierto es que es lo que esperamos
del amado de una forma casi pueril, intensa. Quizá en este nivel básico de la
vida resulte más evidente la diferencia entre la verdad y la mentira.
Lo que espera el amante es que su
congénere le responda sin juegos del lenguaje. Que la realidad coincida con las
palabras, que no haya lugar a ambigüedades. Es extraño lo que se pide, cuando vemos
que el lenguaje, que ha sido visto durante mucho tiempo como un puente de
comunicación, a veces puede ser también un artilugio que disfraza los hechos. Lo
que quiere el amante es un lenguaje desnudo.
Empero, como muchos igualmente han
notado, el lenguaje tiene límites. La experiencia vivencial no puede ser
abarcada completamente por éste. Por ello, los amantes han aprendido a superar
esa barrera entre dos experiencias de vida distintas desarrollando diversos
modos de comunicarse. Los poetas han hablado tanto de las miradas, los gestos,
las palabras mudas. Esto es porque somos como dos recipientes bien distintos
que intentan a toda costa vaciarse uno en el otro.
Y creo que es cierto también que la
comunicación varía de intensidad según los momentos que se vivan como pareja. Hay
ocasiones en que ambos se vuelven máquinas de recepción y emisión: mensajes
tenues que desnudan la experiencia del otro. Existen otros momentos en que no
ha podido tenderse ese puente de vivencias y, bien sabemos, los conflictos
afloran.
He platicado con amigos, y no
pocos, quienes me dicen que una preocupación extraña que cargan cuando están en
una relación es el no saber qué piensa el otro. Puede decirles su amante muchas
cosas pero siempre les angustia no poder abarcar toda la verdad que resguarda. Saben que el lenguaje no es suficiente para
expresar todo lo que un ser humano puede contener dentro de sí.
Y esto llama mi atención porque
creo que una de las partes básicas del amor es precisamente esta variación
entre la búsqueda de la verdad en el otro y los límites de la experiencia
individual para hacer partícipe a alguien más.
En este sentido, la hermenéutica
permite acercarse a la verdad. Si las palabras concretas no son suficientes, el
ejercicio hermenéutico es un acercamiento amoroso con la realidad. Es más que
una interpretación: es la búsqueda del qué de algo
que se expresa como vaivenes de palabras, que se entrecruzan y forman una
imagen.
Así, por ejemplo, cuando leemos
poesía, literatura, (al mismo Nietzsche, antes mencionado), no debemos
centrarnos en la literalidad, sino en los golpes de sentido, emanados de las
palabras, que forjan nuestra idea mental de lo que se nos refiere tal como el
cincel del escultor forja la piedra.
Así que recomiendo a los amantes
intensos y un poco loquitos, como seguramente son muchos poetas, que no se
obsesionen con la perenne duda de saber todo del otro. El ser humano no es un
objeto acabado, sino un ser en constante expansión y movimiento. Las palabras
que evocan algún momento específico de la vivencia humana pueden ya no ser
concordantes con una realidad posterior o anterior y, muchas veces, los gestos
más simples pueden decirnos muchas más cosas.
La verdad del otro. Tendencia al cambio y la tan temible "mentira
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